Circula la consternación por los pasillos del edificio. Parecemos un submarino de guerra. Eso de parecemos, es nada más que por las conjeturas inoportunas de ciertas entidades inoficiosas. Escotillas reforzadas en los costados. Marineros uniformados. Un sumergible que no puede salir a flote. Sin insignias ni emblema que lo identifique. Estamos atrapados y a la deriva. No será posible ubicarnos con este rumbo de colisión. Nos vamos a pique. Ya no hay esperanzas. Una nave que apenas respira. Malditos apestosos los del interior. Despierto en el ínter tanto. Me faltaba eso. Tengo pleno dominio de lo que estoy viviendo. Definitivamente no calzo en ese lugar de olas mutantes. Más bien nunca lo he estado. Debo aplicar terapia represora. Algo que me martirice. Un Opus Dei mimetizado con una Inquisición que aborrezca a los pajeros de moda. Es verdad. Nadie lo va negar. La paja mata guey pero de a poco. Iniciaré el castigo.
Me azoto con las palmas de mi mano llena de pelos. Destino, mi rostro somnoliento y de barba a medio crecer. A dos bandas que lo hago. Me hablo a mí mismo. Toma inconverso. Para que te duela. Repito la terapia. Sufre mierda. Que el sufrir es de los vivos. Estoy al tanto de lo que viene. Busco otro nivel de conciencia. Debo escapar del engendro de ideas que me abordan. Especulaciones que solo hablan de escribir. Recopilar datos. Eso es lo que estoy haciendo y eso es lo que haré en los doscientos años que me restan. Es una ordenanza superior. Obedezco sin reclamar. Llenaré carpetas con letras. Descifro que es un karma adquirido. Un sufrimiento eterno. Persevera escritorcillo mala leche. Ese será tu horizonte. Un maldito esclavo de la literatura. De la A hasta la Z. Debo anotar la integridad de todas las cosas. En donde sea. Cuadernos, servilletas, papeles higiénicos, tarjetas. Ni el culo podrá estar en paz.
Me convertiré en un montón de basura ambulante. Será una manía llena de contagios la que se apoderará de mí. Ni yo entiendo lo que me he dado a garabatear hasta en los water de los restaurantes. Peor aún, jamás he estado arriba de un submarino. Como me revuelca las tripas pensar en la marinería golpista. Es una realidad inconcebible. Apuntaré cualquier maldición en el borrador. Algo inútil para el encabezado de un relato que comienzo en plena despedida del más viejo de los funcionarios públicos que me he dado a conocer.
Lo de viejo es hasta por ahí no más. Lo de funcionario es peor. Llevo años sospechando lo mismo. No existen funcionarios. Solo parásitos del sistema. Una logia de individuos que no hacen nada. Entre paseo y paseo. Nada productivo. Animales que se las saben tirar diariamente sin ningún sentimiento culposo. Textual: amasan sus pelotas consecutivamente hasta llegar al paroxismo. Les gusta eso. Lo gozan en cardúmenes. A rabiar que lo gozan esos desgraciados del tercer piso. En cada crisis ministerial. Meten manos a los bolsillos. Allí está la respuesta. Le dan duro al cascanueces de carne. Sus bolas ya no resisten el sobajeo. Eso era una aclaratoria.
Por ahora describiré el como odio esa combinación de apelativos. Funcionario público. Un ente inexistente. Mal nombre para algo que no funciona. Seguido por sus enigmáticas intenciones que jamás se harán públicas. Una mierda de mezcolanza. Hasta nos premian por ello en almuerzos más falsos que la cresta. Funcionario público destacado. Algo que no se puede mantener por mucho tiempo.
Lo de la despedida lo dejaré para más adelante. Me cargan ciertos homenajes hipócritas. Es un bodrio intragable. Una aseveración marica ante la inminente adversidad que debemos soportar.
La gran martingala para un querido funcionario difícil de reemplazar, dicen los zalameros del viejo sistema. Una fiesta para quien se nos va, vendría mejor.
Nada de lo que veré será la verdad absoluta. Parafernalia en concierto. Globos y papel picado para el festejado. Cornetas por si se vislumbrara un poco de hueveo en el ambiente. Nada más que lamerle el culo al compañero en desgracia. Diplomas a la pasada. Cientos de fotografías trucadas. Discursos lacrimosos. Frases para la historia. Estoy que vomito. Nadie me pesca. Miro a todos lados. Es un festín lo que descubro. Secretarias afirmadas a los pañuelos de papel. Artistas del drama sin sentido. Abrazos apretados. Besos por aquí. Lenguas por allá. Llantos más falsos que la cresta. Y el cóctel que no llega. Tengo hambre garzón. Hasta cuando la espera. Pebre en la mesa por favor. Agréguele pan al engendro picante. Y los discursos continúan. Porque es un buen compañero. Y nadie. Y nadie lo puede negar. Me cago con tantas mentiras en la cabeza. Y el mozo en ninguna parte. Chuchesumadre. No sabe que mis tripas están bramando.
Los homenajes se hacen presentes. Habla el anticristo de los funcionarios. Que lo maten luego. Lo respalda la barra. Pero que sirvan la comida de una vez. Rematan todos.
Es cierto lo que se dice de este mundo burocrático. Hasta para desahuciar huevones somos complicados. Papeles y más papeles. Resoluciones y firmas acreditadas por la mano de un puñetero ministro de fe. Y por último una comida de despedida. En el restaurante más barato de la ciudad, gritan los de finanzas. Ni una pizca de vergüenza que los delate.
La ruleta ha dado su giro. La muerte ronda ciertos rincones irreales. Ahora le tocó a uno de los vampiros del tercer piso. Departamento Técnico reza el cartel de invitación. Un antro de cabezones calculistas. Se peinan con los números imaginarios. De corrido hasta la tabla del siete. Y ni una huevá más. Con la del doce, se mueren de un derrame cerebral. Falta materia gris por ese lado. Sobra la cursilería en el subsuelo de sus zapatos hecho mierda. Pues allí mismo se anidaba este pajarraco del que les hablaré. Pese a todas las apariencias sacrosantas, el tío tiene su historial beligerante. Una mirada de fauno degenerado por decirlo con decencia. Manos de artista desgreñado. Uñas bien cuidadas. Perfume francés. Talco hasta en sus sobacos. Pervertido en el vestir. Mucho pañuelo blanco. Pantalón ajustado. Hace aspavientos de que usa zungas eróticas. A la distancia que se le notan. A sus treinta y ocho se excita con ellas. Las compra en el Mall. Todo un dineral que se gasta en cada salida. No tiene límites en lo de producirse. Un cabrón de temer. Único espécimen sin clasificar.
Una de sus joyitas posteriores. Acoso sexual a la secre del director. Senda elección para mejorar su ego carnívoro que no tiene límites. Lo que vino después son solo consecuencias.
Ella, la afectada, una morena de piernas soleadas. Cintura aceptable. Mucho aro en sus orejas. Se perfuma con Carolina Herrera. Una mina más bien del montón sudaca. Cerebro de mosquito para los chistes depravelis. Alguien sin futuro en los Moteles. Ni mucho ni poco para el crimen. Nunca la tuve en mi lista.
Tres meses ya que recibió la llamada. Misterioso el pinchazo. Era una voz conocida la que habla. La voz viene con impostación. Era él. El mismo Román Polansky. Ingeniero Comercial. Su nombre, un acierto de su vieja. Hacía treinta y tantos años que viera El bebé de Rose Mary en un cine de barrio. La verdad que la cinta la había marcado por su postura demoníaca. Se enamoró del huevón aquél. El demonio ayudó su poco. De esa butaca nació su idolatrado Román Polansky Aceituno Cisternas. Ahora en pleno siglo veintiuno, Polansky tramaba su representación. Se había preparado para ello. Estaba matando con ese tono vocal sacado de la radio. La secre, no le tenía mucha simpatía al tal Polansky. Pero lo tragaba lentamente. Lo definía así el reglamento. Nunca desprecies a nadie. Los enemigos no sirven aquí. La escala es muy larga en esta carrera.
-- Aló. Vero, habla Polansky. ¿Se encuentra el director? –, preguntaba con arrastre pasmoso en el hablar. Ella sintió tiritar sus calzones.
-- No, por ahora no se encuentra disponible. Estará fuera por unas horas --, dijo
-- O sea que estás completamente sola, princesa mía –, aseveró mientras se sobaba las manos.
Silencio que digiere información. Luego se lanza para responderle.
-- Si, así es. Y por favor, diríjase a mí por mi nombre. No sabe cuanto me complica que me llame por esos apelativos tan raros --, remató
-- Voy para allá --, fue lo último que dijo por ese aparato el mismo Polansky. Subió las escaleras y con ese caminar de gato confianzudo apareció ante ella. Estaba ansioso. No solo pelos traía entre ceja y ceja.
-- Dígame señor Polansky --, pregunta Verónica.
-- Hola princesa –, se presentó Román.
-- ¿Qué trae por aquí al señor de los misterios? --
-- Necesito hacerte partícipe de un secreto que guardo desde hace tiempo --, repite lleno de esperanzas el tal Román. Ella sonríe ante la desfachatez.
-- Otra vez con lo mismo. Pues por esta única vez le voy a escuchar. Me intriga ese secreto tan guardado que tiene --, ella sigue encandilada con los anillos de Polansky. Es fácil darse cuenta que está llena de motivos.
-- Estoy perdidamente enamorado de ti. Mi corazón no da más de tanto esperar --, musita Román en esa enorme antesala sin dejarle espacio para una réplica.
-- Pues póngase serio que no tengo mucho tiempo para sus bromas --, ríe ella sin ganas. Su voz interior no le advierte la luz roja.
-- En serio es que estoy hablando mi princesa --, dice Polansky.
La secre que se espanta. No puede entender lo que está escuchando. Intenta sonreír pensando que es una broma más de ese tipo parlanchín.
-- No me diga. Pero usted debe saber que yo soy casada. Y mi marido es muy celoso como para soportar lo que me está diciendo. Me mataría si se llegara a enterar --, dice intentado sacarse al molesto aparecido de la vista.
Román Polansky cambia de posición. Se acerca más a ella hasta sentir su respiración.
-- Vero. Tengo que decirte algo más. Más bien, mostrarte algo --, aseguró cuando cerraba la puerta.
-- Dígame, que soy toda oídos --, repitió la Vero llena de incertidumbre. Sus pelos se comenzaron a erizar. A las afueras no corría ni el viento.
Roman Polansky esperó un poco. Se aseguraba de no ser interrumpido. La Vero seguía sin entender. Mientras ella buscaba unos papeles, Polansky inició su numerito. Se bajó los pantalones. Al rato, sus calzoncillos. Había quedado a culo pelado despidiendo sus aromas de monje en claustro. Luego de unos segundos giró hasta ella y le mostró su pinga disponible. Brilló ese pétreo artefacto en contra del sol de la ventana. Una melodía en su silbido acompañó el strip tease.
-- Aquí estoy, mi nena. ¿Qué te parece este pedacito de carne? --, le dijo sin resquemor. La risa que le acompañó dejó en claro que Polansky estaba muy mal de la cabeza. Esos ojos suyos no eran los de siempre.
La Vero mientras subía al sillón abrió su boca. Era una acción instintiva. No podía concebir lo que estaba viendo. Sumado a que siempre los salames la cautivaran.
-- Una vida entera para darle éste toque. Son veinticinco centímetros de verga bien conservada. Un regalo para ti solita. Ahora dime princesita mía ¿Qué es lo que sientes al mirar este bello ejemplar de un macho estupendo? --, le secreteó lleno de colores en el rostro.
Ella no sonrió esta vez. Tenía ganas de llorar. Román no lo entendió así. Esperaba un apronte imaginario. Que la chica se empelotara. Que le encontrara hermosa su penca en henchida transformación. Por último, que le acompañara en su trabajo circense. Porque él no daba más con tanto azote que le metía.
-- Ahora viene lo mejor del espectáculo, Vero. Ponte cómoda porque verás un número especial por ser el día de la secre --, dijo ante esos ojazos desplegados de
-- Por el amor de Dios, salga de aquí inmediatamente --, dijo ella sin desestimar una mirada al pedazo de carne que colgaba en ese hombre. Su visitante no la escuchó.
Agachó su cabeza y comenzó a hablarle a su instrumento.
-- Veamos. Usted ahora va a sacar la voz --, repitió sin descanso al colgajo.
Se quedó un rato inmovilizado esperando respuesta. Y así vino a ocurrir. Ese culebrón lleno de venas azuladas comenzó a hablar.
-- Dime papi. ¿Tenemos algún panorama? --, dijo una voz salida de la cabeza de su miembro.
Polansky sonrió al ver el resultado de su pregunta.
-- Respóndeme. ¿Cuántas mujeres te has tirado últimamente?. Solo dime la verdad --, preguntó como segunda opción.
-- Por lo menos unas cinco bellezas, sin contar a la negra colombiana. Esa mujer por poco me mata con tantas exigencias del kama sutra --, dijo ese bicho puntudo.
-- Ahora le vas a cantar una canción completita a
-- ¿Cuál de todas las canciones, papi? --, preguntó el larguirucho.
-- La que cantamos siempre después del que tú sabes --
-- Conque nos estamos poniendo bribonzuelos con la damisela, jefe. Recuerda, debes oír mis consejos. Yo tengo una vida útil. No es conveniente mucho desgaste. Pero si tú lo quieres, cantaré --, dijo el agotado instrumento.
Movió su cabezal y tomó aliento. Así fue que ese bicho se puso a cantar. Fue una larga canción llena de matices dramáticos. Román esperó que
-- Una última pregunta amigo mío --, dijo Polansky. Silencio en el palco.
-- ¿Crees tú que
El pitón esperó su tiempo. Movió otra vez su cabeza antes de hablar.
--
-- Acércate un poco Vero. Te mostraré algo que jamás hayas visto --
Casi hipnotizada
-- Míralo bien y veras que tiene ojitos. Si te digo que también tiene corazón propio, creerás que estoy loco. Tócalo y te darás cuenta que su corazón está latiendo --,
Cansado ya Polansky de su presentación circense decidió retirarse. Con un poco de maestría, comenzó a guardar su pitón de veinticinco centímetros. La vocecita que salía de la punta de su aparato fue apagada con mucho esfuerzo. No quiero irme a dormir, decía esa manguera deslenguada. Un par de vueltas más para enrollarlo y ya que lo tiene atrapado. Trabajo costó el intento por encerrar a la bestia. Luego con el cinismo que lo marcaba, se acercó a
-- No me entregaré, no me entregaré --, decía en contra de los guardias.
Mientras lo bajaban, él iba cantando la canción nacional de los pervertidos. Fueron tres horas de cuentos y correrías en el pasillo. La cosa se pone peluda, dijeron los de personal. Se viene una grande, aseguraron los guardias. La secre, luego de ese despertar extasioso comenzó a hablar en lenguas extranjeras.
-- Lo he visto todo. Todo, todito. Ahora me urge la bendición del Papa para enclaustrarme --, repetía ella llena de colores en su rostro.
-- Y yo que creía haber conocido el mundo por completo. Hasta que apareció ese monstruo. Una serpiente que canta. Dios mío, requiero un convento en donde encerrarme de por vida --, continuaba repitiendo en contra de los muros.
Los de personal no podían más. Hasta un cura tuvieron que llamar. Su marido le pidió la separación. Era demasiado obvio. No había explicación para que su mujer soportara a un tipo con los pantalones abajo y se pusiera a conversar con una penca parlante. De Polansky solo el parte médico que lo licenciaba por estrés cachondo.
Una semana después
Esa gente no tiene alma, secreteó el director mientras quemaba unos papeles que le incriminaban. Una pega de canallas, remató Antonio Banderas Mamani, el indio de las compras.
-- Ellos arreglan todo --, dijo Vicente Paz, el rencoroso y delicado seremi gay del régimen. A simple vista se le notaba lo ansioso que se ponía por ver la penca chismosa de Polansky.
-- Yo debo conocer todos los detalles --, insistía el muy maricón.
Pasaron dos semanas más. Cuatro animales llegaron al servicio. Cuatro asesinos a sueldo, susurraron los que aún se corrompían en el sótano viendo las novelas de las diez de la mañana.
Allí estaban ellos. Los más temidos del sistema. La Contraloría en pleno. Una larga sombra acompañó su entrada. Todos vestidos de negro. Rostros de enterradores. Las facciones de un culo añejo marcadas en su rostro. Maletín bajo el brazo los muy corajudos. Corbatas de personeros públicos. Olían a la naftalina de sus sacos. No hablaban con ninguno de los presentes. Parpadeaban como yeguas iracundas. Sacaban partido a su condición de torturadores sicológicos. Querían sangre a borbotones. Lo dijeron a la entrada. Debajo de sus brazos colgaba la licencia para matar. Luego de los paseos de presentación, remataron en la oficina del director. La diarrea de ese hombre se olió hasta en Ginebra.
La primera semana se dieron por completo al trabajo asignado. Citación tras citación. Todos a declarar. Nadie se salvaba.
Un tanto agotados de tantas respuestas idiotas, seguían en el limbo. Polansky había desparecido. Ninguna pista de su paradero. Un calvo contralor se persignó ante la expectativa.
-- ¿En donde se habrá escondido este bandido? --, se preguntaron cientos de veces. La solidaridad siempre presente. Pocos datos para los malos. Nadie hablará con estos huevones, dijeron en juramento. Nadie lo hizo hasta que alguien habló del Hotel Saboya. La única trinchera de Román en esos lances fugitivos.
A eso de las ocho de la noche llamaron al mentado Hotel al que siempre concurría Polansky en busca de una puta desorientada por el éxtasis de su palabra.
-- Aló. Agradecería que usted me comunique son el señor Román Polansky --
Silencio de ultratumba en el fono. Alguien consulta con disimulo.
-- Creo que no le entendí muy bien. Me puede repetir el nombre --, dijo una voz al otro lado. Ruidos y más ruidos de interferencia.
-- Buscamos al señor Román Polansky. Si quiere se lo deletreo --
-- Huuuuum --
-- Aló. ¿Me está escuchando? Se llama Román Polansky y está escondido allí desde hace un mes --
Al otro lado de la línea ya no se escuchaba al interlocutor. Al rato de tener abierto el teléfono otra voz salió de él.
-- No señor, no figura en nuestros registros. Pero le podemos conseguir al Tom Cruise de la Pincoya y su mina buena para la goma, una tal Angeline Jolie. Ambos muy secos pa´l catre inalámbrico. ¿Qué le parece? ¿Está satisfecho con la respuesta? --, dijo la voz de un administrador muy pegado al sueño.
-- Putas, ¿qué se está creyendo usted? ¿Me está hueveando acaso? Sepa su impertinente que somos de
-- Usted comenzó con lo del hueveo mi amigo. ¿O no se recuerda? Yo por mi parte no le tengo miedo a huevones que se pajean con el teléfono. Para mí que usted es un marica desenfrenado y anda a la busca de guaracas telefónicas --, la voz seguía sin cortar.
-- Váyase a la chucha --, sentenció el contralor que trabajara para la Dina en los tiempos en que el tirano intentara hacerse la mosca muerta con los desaparecidos.
-- ¿A la chucha de tu mamá o a la de tu hermana? --
-- Un día de estos te voy a encontrar maricón de mierda. Te voy a meter un par de sumarios por el culo que ni te la imaginai --, dijo el contralor exacerbando la comunicación.
-- Y por que no le metís tu sumario a la puta de tu hermana que se los traga por docenas --
Un clic estrambótico dio por terminada la comunicación. Ya no existe el respeto en este país, dijo el calvo de los cigarrillos interminables, mientras afirmaba su bigotito hitleriano con sus dedos. Y ese huevón que no se encuentra en ninguna parte, apuntaron todos ya desmoralizados. Hasta en las casas de putas lo vamos a buscar, remataron iracundos. Los ojos se les volvieron vidriosos de tanto investigar papeles. En ese entonces se habían tomado ciento cuarenta tazas de café cargado. Hasta las tripas habían lanzado por el water. Y fue en uno de esos días nublados que recibieron el dato preciso. Ciento cincuenta mil de los azules para el soplón.
Por fin ubicaban a Román Polansky. Estaba tirado en un diván cama. Se acababa de aspirar un par de rayas de cocaína. Dos negras namibianas le comían su piltrafa parlante al lado de un jacuzzi. Sendas botellas de cerveza lo acompañaban en su fiesta. En estas condiciones poco considerables se entregó sin más remedio.
Lo metieron en una sala oscura. Una sola luz le alumbraba el rostro. Ni pan ni agua para el degenerado, gritaron encolerizados. Confiesa, le conminaron. Él ni se inmutó. Los mandó a la mierda.
-- No hablo con huevones impotentes --, rumió a la primera con la lengua afuera.
-- Necesitamos su cooperación señor Polansky. Es imprescindible buscar las causas de su actuar --, dijeron los más impetuosos.
-- Que se vayan a la chucha les he dicho. Es imposible hablar ante una tropa de huevones que no han usado su goma en toda su puta vida --, dijo con los ojos blancos de un contactado.
Los contralores, temblaron ante la confesión. El que lideraba el grupo recordó que a su mujer no se la tiraba desde hacía dos años por no poner dura su migaja. Polansky pensó en un nuevo ataque. Tenía sus municiones guardadas. Luego salió a la carga otra vez.
-- Por favor mantengamos la compostura señor Polansky. Usted está en un problema mayúsculo --, la idea era que el hombre bajara su iracundia.
-- La contraloría se convirtió en una asociación de maricones resentidos --, repitió sarcástico.
-- Está usted equivocado, señor Polansky --
-- Nunca encontraron pega en otro lado. Lo único que saben hacer bien, es lamerle la pichula a la mierda de presidente que han elegido --, sentenció con los ojos desorbitados.
-- Debe usted saber que nosotros somos la autoridad. No es posible que siga con los insultos --, volvieron a lo mismo.
-- Están seguros con quien están hablando ustedes. Ni se imaginan la cantidad de amigos encumbrados que tengo, por lo tanto me cago en sus postulados maricas que intentan amedrentarme --, sentenció Polansky.
Los contralores batieron sus ojos. No comprendían tamaña afrenta. Polansky les miró con desprecio.
-- La contraloría no me impresiona. Los milicos se la metieron por el culo los diecisiete años de su tiranía y ni chistaron los muy maricones --, concluyó.
-- A este huevón hay que torturarlo --, dijo el mismo contralor que en la tiranía trabajara en las cárceles secretas.
-- Buena idea --, asintió el más flaco mientras afilaba un destornillador contra el piso.
-- Estai loco--, gritaron los otros
-- Podemos perder la pega --, remataron llenos de pánico.
Dos semanas en lo mismo. Nadie le pudo sacar palabra del incidente. A la secre la mandaron al manicomio. Tratamiento intensivo. Aún no estamos seguros si por ver ese pedazo de pitón que hablaba, o por lo histérica que es. Por el momento ella solo sueña con boas y culebrones marcianos que le cuentan cuentos. Hasta su lengua se le aterrorizó. Desde el incidente solo habla en alemán. Como era de esperar. Necesita doparse muy seguido. Le asignaron tres loqueros para ella sola. Según se cuenta en los pasillos, solo logra dormir tomando píldoras. Píldoras redonditas y acarameladas. Diazepán y otros entuertos farmacéuticos. Químicos que le bajen la calentura por la boa mirona y parlanchina.
El director presentó su renuncia. En tres minutos se la aceptaron por hacerse el desentendido con la querella. No podemos permitir el sexo grupal en nuestras oficinas, dijeron ciertos asesores ministeriales con ese típico tono del marica capitalino. ¿Y qué hacemos con el degenerado?. Se preguntaron los del partido. Que no salga en los diarios, previno el lame pingas del nuevo director. Harto complicada la cosa, cantaron a coro los idiotas de la contraloría. No figura en los manuales. Siguieron buscando en el sótano. Leyendo la letra chica del código. Consultas por Internet. Exposición de guaraca. Guaraca. Miembros a la intemperie. Ni ahí con la probidad. Cero resultados. Exhibición de apéndice masculino. Peor. El culo al aire. Un desastre en sus vocablos. Una penca conversadora, catástrofe en los postulados del gurú mayor. Nada en los viejos libros. Nadie podía elaborar un castigo para ese sátiro desequilibrado.
Pidieron nuevas visitas de personeros del ministerio. Todo eso empeoró la situación. Los visitantes de la capital solo querían ganar el viático, tirarse unas cuantas mariconadas en los saunas del barrio rosa y partir a sus casas. Los funcionarios de la contraloría pidieron su traslado. El caso les había llevado al paroxismo. No era posible encausarlo. El funcionario acusado era inmune ante las graves acusaciones. Toda una calamidad. Todo un desastre. Hasta que oyeron la voz del junior. Un flaco que se azotaba como loco mientras veía las fotos del Play Boy en el internet.
-- ¿Y por qué no lo jubilan? --, dijo en el extenso pasadizo.
Todos los sesudos se miraron entre sí. Menearon sus cabezas. Y luego se preguntaron.
¿Y por que no? --
“Y por qué no”, fue la frase histórica. Y por qué no. Diarios y Televisoras la adoptaron como propia. Un éxito en los rating. Y por que no. Súper ventas. Fotos con el autor. Quisieron ponerla de slogan para las últimas elecciones presidenciales. Estamos locos nosotros, dijeron. No provoquemos alarma pública. Otras semanas para recriminarse. Ante la disyuntiva, lo jubilaron. En tres tiempos que lo mandaron a su casa. Una decisión sacada del cerebro del tipo de los mandados. Más de alguien creyó ver al anticristo en ese muchacho. Contubernios en el trayecto. Seminario para aclarar ciertos derechos. Ya no eran los mismos tiempos de ayer. Cuando los hombres hacían lo que querían. Sin reclamos de nadie. Las mujeres, a la mierda si es que abrían su boca. Huevonas malagradecidas, sentenciaron en tropel. Estamos perdiendo el partido, pensó el abogado asesor.
Cinco meses más tarde, la noticia atragantada. Era un secreto a voces. Nadie debía enterarse de la carta. Nadie estaba allí cuando el director leyó el mensaje del presidente. “A este funcionario no me lo toca nadie. Es un ejemplo para el partido. Hombres ardientes como éste, son los que necesitamos en nuestras filas. La patria necesita crecer con igualdad”. Era imposible contradecir al presidente. Su jeta hinchada era lo que más asustaba al contrincante. Sumado a su carácter que era el de una mierda hirviendo. No había caso. Y así fue no más. Polansky nunca imaginó que su salvación pasara por pertenecer al partido que se la jugaba por la democracia. Que idiotez más rebuscada. El hombre tenía sus cuotas al día. Se definía como una de esas mierdas comprometidas con el proceso. Un correligionario pleno de ideales. Qué velocidad tenía. Sesenta polvos democráticos por hora. Ni que hablar de las Putas Por la democracia.
Yo sigo en la comida de despedida. Todo se ha consumado. Nada lo puede cambiar. Desde mi rincón lo puedo ver. Se le ve triste. Más bien cabizbajo. Es un boludo sin alma el que se está embalsamando en un cajón de pino oregón. Esa es mi opinión. Cero sentimientos con él. Jubilado por vaca. Bacán reincidente. Las guaracas no hablan. Ni lengua tienen. Menos han desarrollado ojitos. Pero el desgraciado insiste. Mi guaraca me habla. Quiere fundar una religión. Se convertirá en el Papa de los pichulones parlanchines. Se quiso tirar también a la vieja de Finanzas. Una mujer que camina a los sesenta. Por mi parte prefiero darle azotes a mi maltratado salame. Las viejas me apestan. Pero este tío no tiene sentimientos. Las abuelas lo destrozan. Hace un buen tiempo que no se pegaba un salto. La barra lo tiene clasificado. Que se muera en un par de años. Que nadie lo salve. Esto no es de mi incumbencia. En fin, la fiesta se está acabando. Ni trago va quedando. Román Polansky es historia. Nadie lo pondrá en su lugar. Nadie en el pedestal.
Salgo de allí. Miro a los rezagados. Son los mismos de siempre. Se tragan hasta los restos. Alcohólicos de mierda. Detesto el lugar. He traspasado el umbral. Estoy en la vía pública. Libre para siempre. Hasta el aire es diferente. Reniego de mi pasado. Por ahora me dedicaré a buscar las explicaciones. Historiales en fichas. ¿De qué? Me pregunto. ¿De qué estoy hablando? Los párpados comienzan a desintegrarse. Estoy exhausto de tanto alarde. Voy a la siga de lo increíble. Ya llegan las respuestas. Son ciertas explicaciones que no caben en mi cabeza. Mis ojos se mueven. MI cuerpo baila. Y mientras, voy cantando. Una creación estival. Valga la aclaración. Cuando me aburro, soy un compositor en potencia. Seré un éxito de ventas. Diridara. Diridara. Diridara. Din-Dum-Dum. Que canción. Me gusta. Le falta percusión. Le dará un toque afro. Primer intento. Tam-tic-tac-tam-tac-tic-tac-tam. Estoy poniéndome creativo. Veo negras en mi cabeza. Garotas que bailan su pieza carnavalesca. Creo que a la larga me excitaré. Prefiero borrarlas de mi disco duro. Por lo duro que se me pone. Tam-tic-tac-tam-tic-tac. Parezco un brujo meneando su varita mágica. Me canso en la creación. Siguen fallándome las letras. Intento con la concentración. Mis ojos continúan dando saltos. Bailotean su jolgorio. Nada los puede detener. Estoy mirando demasiado el territorio ajeno. El mío, mi territorio, no tiene esos desbandes demoníacos. Aquí los más valientes se hacen famosos. Cabrones con pachorra. Meter la pata es un deporte nacional. No hay segundo ni tercero. Dejar cagada y media es recibir la medalla olímpica. He pensado un par de veces. Y sí que me cuesta. Una cagada desproporcionada. Algo que duela. Meterle la pichula a la mujer del director. Una cuarentona muy dada a las calenturas en los abrazos de fin de año. Jeans y poleras apretadas. Me tiene intrigado. Unas miradas que me envía. Se me erizan los pelos. Me tiene convertido en un desequilibrado. Es una locura. No es de mi apetencia. Son rollos mayores. No quiero ser el segundo Román Polansky. Necesito cuidar mi pega. Busco otra alternativa. Robar la caja. Lo he pensado más de una vez. Trazos y medidas en los cuadernos. Aquí el guardia. Allá las cámaras. Poca vigilancia. Es muy fácil. La vieja cajera temblará solo de oírme. Unos guantes en las manos. Una media en el rostro. Senda pistola en mis manos. Voz de ultratumba. Y la flaca de la caja que se caga de miedo. Manos arriba, mierda. Manos arriba, que te lo pongo. El proyectil. Estoy aclarando. No estoy en lo del acoso. Y será cierto eso de que se cagará. Luego abrirá la caja. Meterá sus manos. En seguida me lo dará todo. El dinero, reitero. ¿Podré hacerlo? ¿Podré algún día? No por ahora. Las variantes son varias. Un palo en la nuca. La arrastro hasta el basural. Una cuchilla en las manos. La comienzo a descuartizar. ¿Me como o no los interiores?. Prefiero que sea simple. Nada antropofagia. Está muy recurrido en lo del cine. Un asalto prolijo. Incluyo aseo por completo. Lleno mis bolsas. No debo transpirar. Un par de vueltas más. Y salgo. Me quedo con todo. Incluyo joyas y tarjetas de crédito. Cuento billetes. Reparto ganancias. Parto de viaje. Antes de que se den cuenta. Quiero ser malo. Es necesario en estos tiempos. Pero no soy un canalla. Solo ambiciono provocar daño en las arcas que nos roba el fisco. Repartiré las platas con los pobres. Algún día. Algún maldito día. Cuando menos lo espere. Y no llega. Cardúmenes de años que no viene. En el lapso debo soportar la represión. El mariconeo nacional. Resistir sumario tras sumario. Porque me voy a la próxima. Luego me trago las capacitaciones. Una centena de sermones políticos. Pajas crónicas. Cerebros pensantes. No valgo nada. Lo dicen los astrólogos. El planeta Neptuno lo cagó señor. Muy helado el ambiente neptuniano. Ni satélites tiene esa masa extraterrestre. Acá sigo yo. Más solo que las marmotas marcianas. Reviso casos anteriores. Ni una oportunidad para el atentado. El espejo no miente. Un pelotudo de porquería. Ese soy yo. El tarot no se equivoca. Resuelvo la ecuación. Una mierda de vida. Estoy algo cansado de todo esto. Con esas liviandades de la vida comienzo a temblar.
Mi camino es largo esta vez. Busco atajos que lleven a casa. Me decido por la avenida. Asientos. Muchos asientos. Parejas fornicando a la intemperie. Ni se inmutan por su acto. No se puede vivir así. Paso por una plaza solitaria. Estoy cerca ya. En la baranda, una mujer. No es muy llamativa. Me recuerda a alguien. Más bien es un recuerdo que deseo olvidar. Me acerco sin meter ruidos. Estoy casi a su lado. La miro de reojos. Y me doy cuenta. Es ella. La incomprendida dama de las camelias. La mismísima Verónica Valladares. Una singular mujer por la que hemos estado brindando en la despedida. Una de esas coincidencias brutales. Es imposible, pero allí está, tan viva como antes. Ahora es ella quien me mira. Una sonrisa en la presentación. Le ofrezco un cigarrillo. Lo acepta con un movimiento de cabeza.
-- ¿Qué haces tan sola por aquí Vero? --, le pregunto con esa incertidumbre de no saber con quien estoy hablando.
-- Tomo aire como cualquier mortal que sufre el desamor. Además un paseo no le hace daño a nadie, menos a mí que necesito tanto aire fresco --, dice muy tranquila ahora.
La luna gira con esa lentitud de elefantes. Ese mismo disco me marca el camino. Al fondo del pasaje un par de tipos se dan las patadas de la puta madre. Unas por tu padre. Otras por la puta que lo parió. Se acercan entre patadas y griteríos. Ella tiembla ante la posibilidad. Una posibilidad de un asalto.
-- No los mires. Salgamos de aquí que aún es tiempo --, le digo a una Vero llena de ansiedades. Ella asiente con su cabeza. Los tipos nunca sabrán que los estábamos mirando.
Una caminata más que larga. Ella con sus ojazos negros no se decide a hablarme. Está llena de vergüenza. Debo ser yo quien se atreva. Es el momento, digo cuando inicio la conversación.
-- ¿Ya estás mejor? --, pregunto con esa idiotez natural que me caracteriza.
Ella se llena de aire los pulmones. Intenta esquivar, pero sabe que debe decir algo. Quizá porque es mucho tiempo ya que no habla con alguien.
-- Más que sanada, estoy mucho mejor que la primera vez. Me parece que se agrandó todo un problema. Pese a todo lo que me sobrevino ese día, estoy libre otra vez --, dice con una sonrisa completa.
-- No te entiendo. ¿De quien te libraste? --, digo con el acento de un ignorante.
-- No quería a ese infeliz que convivía conmigo --, confiesa sin dejar de caminar.
-- Tan mal estaban las cosas --
-- Así es. Nada iba a cambiar en ese mundo tan extraño en que vivíamos --, confiesa
Atravesamos toda la ciudad. No era una peregrinación sencilla. Tenía otros secretos que contarme. Y fueron muchos los que ella guardaba. Unos días para deshacerse de su pareja. Nunca lo había querido. Que manera de terminar. Román Polansky sin quererlo, había ayudado en ello. Medio paquete de cigarrillo y ya que estamos agotados. A eso de la una de la madrugada llegamos hasta las cercanías de mi departamento. Se lo hice saber. Ella me asegura que tiene mucho frío, que le haría bien una taza de café. Las pupilas mías que se abren más de la cuenta. Un par de movidas a mis llaves y ya que estamos adentro. Nunca imaginé que acabaría con la Vero en mi lugar secreto. Ni mi madre conocía ese territorio. Estoy actuando ahora. Un cidi que selecciona el equipo. La música coopera en muchos casos. El café hace lo suyo. Dos horas más tarde nos vinimos a besar. Ella no tenía reparos en hacerlo. Un par de minutos más y ya estábamos en la cama dándonos un revolcón. Más bien fueron unos cuantos revolcones con esa mujer tan vilipendiada en ciertos lugares públicos donde todo lo que se ve no tiene una pizca de verdad. A eso de las cuatro de la madrugada ella se detuvo. Me mira con ese aire de inocente mientras se aferra a la almohada. Sé que me quiere preguntar algo. Lo expresan sus ojazos negros.
-- Siempre me ha quedado una pregunta dando vueltas --, dice abriendo cada vez más esos ojos de la oscuridad.
-- ¿A qué te refieres? --, pregunto yo ahora.
-- Es algo quizá infantil. Pero sé que tú no te reirás de mí --, dice con esa sonrisa lúdica.
-- Comienza, que yo tengo todo el tiempo del mundo --, le repito.
-- Es cierto eso que me mostró Polansky frente a mi escritorio. No puedo creer que eso que tienes tú puede hablar --, dice sonrojándose.
Debo responder una idiotez de esa categoría. Ella no conoce mucho de las excentricidades de algunos hombres. Una risotada fue la certera respuesta que recibió en mi cama.
-- El mío no canta ni habla, pero si que sabe hacer cantar a quien menos se le puede imaginar --
-- ¿Estás seguro? --, pregunta
-- Más que seguro. Si me llegara a enterar que este bicho le ha dado por hablar, pues le corto la lengua. Hay ciertas cosas que los caballeros no pueden revelar --, digo mostrando una señal que me lleva a pensar en lo estúpido que me pongo a eso de las tres de la madrugada.
Media hora riéndonos mientras el café se enfriaba. La madrugada traía su encanto en cada suspiro que ella daba. Todo se venía cuesta abajo. Nunca más una conjetura. Nunca más hasta que entré al baño. Una desaguada con el bicho en la mano. Un par de sacudidas en la atmósfera y ya que lo intento meter adentro. Alguien grita. No lo puedo creer. Es alguien que tiene ojos y voz de sinvergüenza.
-- ¿Qué hay de nuevo, jefe? --, dice ese pequeño animal que me mira debajo de mis calzoncillos.