domingo, 31 de mayo de 2009

AGARRÁNDOLE EL CULO A UN TIGRE

Circula la consternación por los pasillos del edificio. Parecemos un submarino de guerra. Eso de parecemos, es nada más que por las conjeturas inoportunas de ciertas entidades inoficiosas. Escotillas reforzadas en los costados. Marineros uniformados. Un sumergible que no puede salir a flote. Sin insignias ni emblema que lo identifique. Estamos atrapados y a la deriva. No será posible ubicarnos con este rumbo de colisión. Nos vamos a pique. Ya no hay esperanzas. Una nave que apenas respira. Malditos apestosos los del interior. Despierto en el ínter tanto. Me faltaba eso. Tengo pleno dominio de lo que estoy viviendo. Definitivamente no calzo en ese lugar de olas mutantes. Más bien nunca lo he estado. Debo aplicar terapia represora. Algo que me martirice. Un Opus Dei mimetizado con una Inquisición que aborrezca a los pajeros de moda. Es verdad. Nadie lo va negar. La paja mata guey pero de a poco. Iniciaré el castigo.

Me azoto con las palmas de mi mano llena de pelos. Destino, mi rostro somnoliento y de barba a medio crecer. A dos bandas que lo hago. Me hablo a mí mismo. Toma inconverso. Para que te duela. Repito la terapia. Sufre mierda. Que el sufrir es de los vivos. Estoy al tanto de lo que viene. Busco otro nivel de conciencia. Debo escapar del engendro de ideas que me abordan. Especulaciones que solo hablan de escribir. Recopilar datos. Eso es lo que estoy haciendo y eso es lo que haré en los doscientos años que me restan. Es una ordenanza superior. Obedezco sin reclamar. Llenaré carpetas con letras. Descifro que es un karma adquirido. Un sufrimiento eterno. Persevera escritorcillo mala leche. Ese será tu horizonte. Un maldito esclavo de la literatura. De la A hasta la Z. Debo anotar la integridad de todas las cosas. En donde sea. Cuadernos, servilletas, papeles higiénicos, tarjetas. Ni el culo podrá estar en paz.

Me convertiré en un montón de basura ambulante. Será una manía llena de contagios la que se apoderará de mí. Ni yo entiendo lo que me he dado a garabatear hasta en los water de los restaurantes. Peor aún, jamás he estado arriba de un submarino. Como me revuelca las tripas pensar en la marinería golpista. Es una realidad inconcebible. Apuntaré cualquier maldición en el borrador. Algo inútil para el encabezado de un relato que comienzo en plena despedida del más viejo de los funcionarios públicos que me he dado a conocer.

Lo de viejo es hasta por ahí no más. Lo de funcionario es peor. Llevo años sospechando lo mismo. No existen funcionarios. Solo parásitos del sistema. Una logia de individuos que no hacen nada. Entre paseo y paseo. Nada productivo. Animales que se las saben tirar diariamente sin ningún sentimiento culposo. Textual: amasan sus pelotas consecutivamente hasta llegar al paroxismo. Les gusta eso. Lo gozan en cardúmenes. A rabiar que lo gozan esos desgraciados del tercer piso. En cada crisis ministerial. Meten manos a los bolsillos. Allí está la respuesta. Le dan duro al cascanueces de carne. Sus bolas ya no resisten el sobajeo. Eso era una aclaratoria.

Por ahora describiré el como odio esa combinación de apelativos. Funcionario público. Un ente inexistente. Mal nombre para algo que no funciona. Seguido por sus enigmáticas intenciones que jamás se harán públicas. Una mierda de mezcolanza. Hasta nos premian por ello en almuerzos más falsos que la cresta. Funcionario público destacado. Algo que no se puede mantener por mucho tiempo.

Lo de la despedida lo dejaré para más adelante. Me cargan ciertos homenajes hipócritas. Es un bodrio intragable. Una aseveración marica ante la inminente adversidad que debemos soportar.

La gran martingala para un querido funcionario difícil de reemplazar, dicen los zalameros del viejo sistema. Una fiesta para quien se nos va, vendría mejor.

Nada de lo que veré será la verdad absoluta. Parafernalia en concierto. Globos y papel picado para el festejado. Cornetas por si se vislumbrara un poco de hueveo en el ambiente. Nada más que lamerle el culo al compañero en desgracia. Diplomas a la pasada. Cientos de fotografías trucadas. Discursos lacrimosos. Frases para la historia. Estoy que vomito. Nadie me pesca. Miro a todos lados. Es un festín lo que descubro. Secretarias afirmadas a los pañuelos de papel. Artistas del drama sin sentido. Abrazos apretados. Besos por aquí. Lenguas por allá. Llantos más falsos que la cresta. Y el cóctel que no llega. Tengo hambre garzón. Hasta cuando la espera. Pebre en la mesa por favor. Agréguele pan al engendro picante. Y los discursos continúan. Porque es un buen compañero. Y nadie. Y nadie lo puede negar. Me cago con tantas mentiras en la cabeza. Y el mozo en ninguna parte. Chuchesumadre. No sabe que mis tripas están bramando.

Los homenajes se hacen presentes. Habla el anticristo de los funcionarios. Que lo maten luego. Lo respalda la barra. Pero que sirvan la comida de una vez. Rematan todos.

Es cierto lo que se dice de este mundo burocrático. Hasta para desahuciar huevones somos complicados. Papeles y más papeles. Resoluciones y firmas acreditadas por la mano de un puñetero ministro de fe. Y por último una comida de despedida. En el restaurante más barato de la ciudad, gritan los de finanzas. Ni una pizca de vergüenza que los delate.

La ruleta ha dado su giro. La muerte ronda ciertos rincones irreales. Ahora le tocó a uno de los vampiros del tercer piso. Departamento Técnico reza el cartel de invitación. Un antro de cabezones calculistas. Se peinan con los números imaginarios. De corrido hasta la tabla del siete. Y ni una huevá más. Con la del doce, se mueren de un derrame cerebral. Falta materia gris por ese lado. Sobra la cursilería en el subsuelo de sus zapatos hecho mierda. Pues allí mismo se anidaba este pajarraco del que les hablaré. Pese a todas las apariencias sacrosantas, el tío tiene su historial beligerante. Una mirada de fauno degenerado por decirlo con decencia. Manos de artista desgreñado. Uñas bien cuidadas. Perfume francés. Talco hasta en sus sobacos. Pervertido en el vestir. Mucho pañuelo blanco. Pantalón ajustado. Hace aspavientos de que usa zungas eróticas. A la distancia que se le notan. A sus treinta y ocho se excita con ellas. Las compra en el Mall. Todo un dineral que se gasta en cada salida. No tiene límites en lo de producirse. Un cabrón de temer. Único espécimen sin clasificar.

Una de sus joyitas posteriores. Acoso sexual a la secre del director. Senda elección para mejorar su ego carnívoro que no tiene límites. Lo que vino después son solo consecuencias.

Ella, la afectada, una morena de piernas soleadas. Cintura aceptable. Mucho aro en sus orejas. Se perfuma con Carolina Herrera. Una mina más bien del montón sudaca. Cerebro de mosquito para los chistes depravelis. Alguien sin futuro en los Moteles. Ni mucho ni poco para el crimen. Nunca la tuve en mi lista.

Tres meses ya que recibió la llamada. Misterioso el pinchazo. Era una voz conocida la que habla. La voz viene con impostación. Era él. El mismo Román Polansky. Ingeniero Comercial. Su nombre, un acierto de su vieja. Hacía treinta y tantos años que viera El bebé de Rose Mary en un cine de barrio. La verdad que la cinta la había marcado por su postura demoníaca. Se enamoró del huevón aquél. El demonio ayudó su poco. De esa butaca nació su idolatrado Román Polansky Aceituno Cisternas. Ahora en pleno siglo veintiuno, Polansky tramaba su representación. Se había preparado para ello. Estaba matando con ese tono vocal sacado de la radio. La secre, no le tenía mucha simpatía al tal Polansky. Pero lo tragaba lentamente. Lo definía así el reglamento. Nunca desprecies a nadie. Los enemigos no sirven aquí. La escala es muy larga en esta carrera.

-- Aló. Vero, habla Polansky. ¿Se encuentra el director? –, preguntaba con arrastre pasmoso en el hablar. Ella sintió tiritar sus calzones.

-- No, por ahora no se encuentra disponible. Estará fuera por unas horas --, dijo la Vero, sin imaginar la suerte que corría.

-- O sea que estás completamente sola, princesa mía –, aseveró mientras se sobaba las manos.

Silencio que digiere información. Luego se lanza para responderle.

-- Si, así es. Y por favor, diríjase a mí por mi nombre. No sabe cuanto me complica que me llame por esos apelativos tan raros --, remató la Vero en plena jornada.

-- Voy para allá --, fue lo último que dijo por ese aparato el mismo Polansky. Subió las escaleras y con ese caminar de gato confianzudo apareció ante ella. Estaba ansioso. No solo pelos traía entre ceja y ceja.

-- Dígame señor Polansky --, pregunta Verónica.

-- Hola princesa –, se presentó Román.

-- ¿Qué trae por aquí al señor de los misterios? --

-- Necesito hacerte partícipe de un secreto que guardo desde hace tiempo --, repite lleno de esperanzas el tal Román. Ella sonríe ante la desfachatez.

-- Otra vez con lo mismo. Pues por esta única vez le voy a escuchar. Me intriga ese secreto tan guardado que tiene --, ella sigue encandilada con los anillos de Polansky. Es fácil darse cuenta que está llena de motivos.

-- Estoy perdidamente enamorado de ti. Mi corazón no da más de tanto esperar --, musita Román en esa enorme antesala sin dejarle espacio para una réplica.

-- Pues póngase serio que no tengo mucho tiempo para sus bromas --, ríe ella sin ganas. Su voz interior no le advierte la luz roja.

-- En serio es que estoy hablando mi princesa --, dice Polansky.

La secre que se espanta. No puede entender lo que está escuchando. Intenta sonreír pensando que es una broma más de ese tipo parlanchín.

-- No me diga. Pero usted debe saber que yo soy casada. Y mi marido es muy celoso como para soportar lo que me está diciendo. Me mataría si se llegara a enterar --, dice intentado sacarse al molesto aparecido de la vista.

Román Polansky cambia de posición. Se acerca más a ella hasta sentir su respiración.

-- Vero. Tengo que decirte algo más. Más bien, mostrarte algo --, aseguró cuando cerraba la puerta.

-- Dígame, que soy toda oídos --, repitió la Vero llena de incertidumbre. Sus pelos se comenzaron a erizar. A las afueras no corría ni el viento.

Roman Polansky esperó un poco. Se aseguraba de no ser interrumpido. La Vero seguía sin entender. Mientras ella buscaba unos papeles, Polansky inició su numerito. Se bajó los pantalones. Al rato, sus calzoncillos. Había quedado a culo pelado despidiendo sus aromas de monje en claustro. Luego de unos segundos giró hasta ella y le mostró su pinga disponible. Brilló ese pétreo artefacto en contra del sol de la ventana. Una melodía en su silbido acompañó el strip tease.

-- Aquí estoy, mi nena. ¿Qué te parece este pedacito de carne? --, le dijo sin resquemor. La risa que le acompañó dejó en claro que Polansky estaba muy mal de la cabeza. Esos ojos suyos no eran los de siempre.

La Vero mientras subía al sillón abrió su boca. Era una acción instintiva. No podía concebir lo que estaba viendo. Sumado a que siempre los salames la cautivaran.

-- Una vida entera para darle éste toque. Son veinticinco centímetros de verga bien conservada. Un regalo para ti solita. Ahora dime princesita mía ¿Qué es lo que sientes al mirar este bello ejemplar de un macho estupendo? --, le secreteó lleno de colores en el rostro.

Ella no sonrió esta vez. Tenía ganas de llorar. Román no lo entendió así. Esperaba un apronte imaginario. Que la chica se empelotara. Que le encontrara hermosa su penca en henchida transformación. Por último, que le acompañara en su trabajo circense. Porque él no daba más con tanto azote que le metía.

-- Ahora viene lo mejor del espectáculo, Vero. Ponte cómoda porque verás un número especial por ser el día de la secre --, dijo ante esos ojazos desplegados de la Vero.

-- Por el amor de Dios, salga de aquí inmediatamente --, dijo ella sin desestimar una mirada al pedazo de carne que colgaba en ese hombre. Su visitante no la escuchó.

Agachó su cabeza y comenzó a hablarle a su instrumento. La Vero quería morirse.

-- Veamos. Usted ahora va a sacar la voz --, repitió sin descanso al colgajo.

Se quedó un rato inmovilizado esperando respuesta. Y así vino a ocurrir. Ese culebrón lleno de venas azuladas comenzó a hablar.

-- Dime papi. ¿Tenemos algún panorama? --, dijo una voz salida de la cabeza de su miembro.

Polansky sonrió al ver el resultado de su pregunta.

-- Respóndeme. ¿Cuántas mujeres te has tirado últimamente?. Solo dime la verdad --, preguntó como segunda opción.

-- Por lo menos unas cinco bellezas, sin contar a la negra colombiana. Esa mujer por poco me mata con tantas exigencias del kama sutra --, dijo ese bicho puntudo.

-- Ahora le vas a cantar una canción completita a la Vero. Hazlo con amor, porque ella es mi doncella --, se conminó sonriente.

-- ¿Cuál de todas las canciones, papi? --, preguntó el larguirucho.

-- La que cantamos siempre después del que tú sabes --

-- Conque nos estamos poniendo bribonzuelos con la damisela, jefe. Recuerda, debes oír mis consejos. Yo tengo una vida útil. No es conveniente mucho desgaste. Pero si tú lo quieres, cantaré --, dijo el agotado instrumento.

Movió su cabezal y tomó aliento. Así fue que ese bicho se puso a cantar. Fue una larga canción llena de matices dramáticos. Román esperó que la Vero aplaudiera su show. Pero ella continuaba muda. Román intentó sacarle palabras, pero ella siguió en trance. El instrumento dejó de cantar pues no había quórum para ser escuchado. Él era un profesional del espectáculo, reclamó airado. Media hora más para las presentaciones. El ambiente tomaba el calor de los enemigos.

-- Una última pregunta amigo mío --, dijo Polansky. Silencio en el palco.

-- ¿Crees tú que la Vero está para darle duro en un somier sueco? --, preguntó dando ese tono de saberlo todo.

El pitón esperó su tiempo. Movió otra vez su cabeza antes de hablar.

-- La Vero no clasifica para tirarse unos polvos en la cama. Es cosa de que la veas, papi. Ni tetas tiene para que te agarres de algo. Ahora si sumamos su cara de estúpida, pues sería mejor que me azotaras con tu mano hasta que me muera. Por ahora me puedes dejar tranquilo que ya me estoy aburriendo --, dijo el aparato lleno de humedad. Silencio nuevamente en la sala. La luz del sol se acostaba en las persianas. Román abrió sus ojos. Miró hacia el lugar en donde estaba la Vero. Ella continuaba con su rostro desesperado.

-- Acércate un poco Vero. Te mostraré algo que jamás hayas visto --

Casi hipnotizada la Vero hizo lo que estaban pidiéndole. Se acercó hasta donde quería el intruso. Suavemente con su mano la acercó hasta el pitón.

-- Míralo bien y veras que tiene ojitos. Si te digo que también tiene corazón propio, creerás que estoy loco. Tócalo y te darás cuenta que su corazón está latiendo --, la Vero le miró mientras tocaba esa manguera hipnótica. Puso atención y comprobó que esos ojitos que parpadeaban en ese instrumento le hacían guiños. La Vero estaba atónita con el descubrimiento. Quince minutos en lo mismo. Ella no daba cuenta del tiempo que transcurría.

Cansado ya Polansky de su presentación circense decidió retirarse. Con un poco de maestría, comenzó a guardar su pitón de veinticinco centímetros. La vocecita que salía de la punta de su aparato fue apagada con mucho esfuerzo. No quiero irme a dormir, decía esa manguera deslenguada. Un par de vueltas más para enrollarlo y ya que lo tiene atrapado. Trabajo costó el intento por encerrar a la bestia. Luego con el cinismo que lo marcaba, se acercó a la Vero. Le besó sus mejillas. Siguió con las caricias en su pelo en actitud misericordiosa. Media hora después la Vero volvía del paraíso terrenal que ella se tejiera en su cabeza. Román temió lo peor. La mujer presentaba otro semblante. Esta vez de hembra guerrera. Resultado final. Ataque de nervios. Una secretaria histérica. Gritos hasta en el sótano. Todos los vinimos a escuchar. Incluso quienes dormían en el subterráneo. Llegaron los guardias. La batahola de la puta madre. Puñetes y patadas a mansalva. Polansky solo sabía reír como un loco. Un par de horas después llegó la calma. Tres inyecciones por el culo. Un carrusel en su cabeza. El desequilibrado se había tranquilizado. Lo sacaron tieso con su mástil al tope.

-- No me entregaré, no me entregaré --, decía en contra de los guardias.

Mientras lo bajaban, él iba cantando la canción nacional de los pervertidos. Fueron tres horas de cuentos y correrías en el pasillo. La cosa se pone peluda, dijeron los de personal. Se viene una grande, aseguraron los guardias. La secre, luego de ese despertar extasioso comenzó a hablar en lenguas extranjeras.

-- Lo he visto todo. Todo, todito. Ahora me urge la bendición del Papa para enclaustrarme --, repetía ella llena de colores en su rostro.

-- Y yo que creía haber conocido el mundo por completo. Hasta que apareció ese monstruo. Una serpiente que canta. Dios mío, requiero un convento en donde encerrarme de por vida --, continuaba repitiendo en contra de los muros.

Los de personal no podían más. Hasta un cura tuvieron que llamar. Su marido le pidió la separación. Era demasiado obvio. No había explicación para que su mujer soportara a un tipo con los pantalones abajo y se pusiera a conversar con una penca parlante. De Polansky solo el parte médico que lo licenciaba por estrés cachondo.

Una semana después la Vero lo denunció a la contraloría. La lógica lo señalaba así. Contraloría en proceso. Esa sola palabra dejaba a todos los comensales congelados. En verdad que le tenían miedo a la Contraloría. Era como estar nombrando al mismo demonio en una misa. A cuidarse todos. Ya vienen los más malos de todos los malos. Terror en los pasillos. Terror que paraliza. La misma sensación que sentirían al agarrarle el culo a un tigre.

Esa gente no tiene alma, secreteó el director mientras quemaba unos papeles que le incriminaban. Una pega de canallas, remató Antonio Banderas Mamani, el indio de las compras.

-- Ellos arreglan todo --, dijo Vicente Paz, el rencoroso y delicado seremi gay del régimen. A simple vista se le notaba lo ansioso que se ponía por ver la penca chismosa de Polansky.

-- Yo debo conocer todos los detalles --, insistía el muy maricón.

Pasaron dos semanas más. Cuatro animales llegaron al servicio. Cuatro asesinos a sueldo, susurraron los que aún se corrompían en el sótano viendo las novelas de las diez de la mañana.

Allí estaban ellos. Los más temidos del sistema. La Contraloría en pleno. Una larga sombra acompañó su entrada. Todos vestidos de negro. Rostros de enterradores. Las facciones de un culo añejo marcadas en su rostro. Maletín bajo el brazo los muy corajudos. Corbatas de personeros públicos. Olían a la naftalina de sus sacos. No hablaban con ninguno de los presentes. Parpadeaban como yeguas iracundas. Sacaban partido a su condición de torturadores sicológicos. Querían sangre a borbotones. Lo dijeron a la entrada. Debajo de sus brazos colgaba la licencia para matar. Luego de los paseos de presentación, remataron en la oficina del director. La diarrea de ese hombre se olió hasta en Ginebra.

La primera semana se dieron por completo al trabajo asignado. Citación tras citación. Todos a declarar. Nadie se salvaba.

Un tanto agotados de tantas respuestas idiotas, seguían en el limbo. Polansky había desparecido. Ninguna pista de su paradero. Un calvo contralor se persignó ante la expectativa.

-- ¿En donde se habrá escondido este bandido? --, se preguntaron cientos de veces. La solidaridad siempre presente. Pocos datos para los malos. Nadie hablará con estos huevones, dijeron en juramento. Nadie lo hizo hasta que alguien habló del Hotel Saboya. La única trinchera de Román en esos lances fugitivos.

A eso de las ocho de la noche llamaron al mentado Hotel al que siempre concurría Polansky en busca de una puta desorientada por el éxtasis de su palabra.

-- Aló. Agradecería que usted me comunique son el señor Román Polansky --

Silencio de ultratumba en el fono. Alguien consulta con disimulo.

-- Creo que no le entendí muy bien. Me puede repetir el nombre --, dijo una voz al otro lado. Ruidos y más ruidos de interferencia.

-- Buscamos al señor Román Polansky. Si quiere se lo deletreo --

-- Huuuuum --

-- Aló. ¿Me está escuchando? Se llama Román Polansky y está escondido allí desde hace un mes --

Al otro lado de la línea ya no se escuchaba al interlocutor. Al rato de tener abierto el teléfono otra voz salió de él.

-- No señor, no figura en nuestros registros. Pero le podemos conseguir al Tom Cruise de la Pincoya y su mina buena para la goma, una tal Angeline Jolie. Ambos muy secos pa´l catre inalámbrico. ¿Qué le parece? ¿Está satisfecho con la respuesta? --, dijo la voz de un administrador muy pegado al sueño.

-- Putas, ¿qué se está creyendo usted? ¿Me está hueveando acaso? Sepa su impertinente que somos de la Contraloría General de la República. A nosotros nos tienen miedo todos los conchesumadre de este miserable país. Somos malos por naturaleza y no permitiremos un hueveo de esta índole por muy desesperados que estemos --, dijo el más descarado de todos los encerrados.

-- Usted comenzó con lo del hueveo mi amigo. ¿O no se recuerda? Yo por mi parte no le tengo miedo a huevones que se pajean con el teléfono. Para mí que usted es un marica desenfrenado y anda a la busca de guaracas telefónicas --, la voz seguía sin cortar.

-- Váyase a la chucha --, sentenció el contralor que trabajara para la Dina en los tiempos en que el tirano intentara hacerse la mosca muerta con los desaparecidos.

-- ¿A la chucha de tu mamá o a la de tu hermana? --

-- Un día de estos te voy a encontrar maricón de mierda. Te voy a meter un par de sumarios por el culo que ni te la imaginai --, dijo el contralor exacerbando la comunicación.

-- Y por que no le metís tu sumario a la puta de tu hermana que se los traga por docenas --

Un clic estrambótico dio por terminada la comunicación. Ya no existe el respeto en este país, dijo el calvo de los cigarrillos interminables, mientras afirmaba su bigotito hitleriano con sus dedos. Y ese huevón que no se encuentra en ninguna parte, apuntaron todos ya desmoralizados. Hasta en las casas de putas lo vamos a buscar, remataron iracundos. Los ojos se les volvieron vidriosos de tanto investigar papeles. En ese entonces se habían tomado ciento cuarenta tazas de café cargado. Hasta las tripas habían lanzado por el water. Y fue en uno de esos días nublados que recibieron el dato preciso. Ciento cincuenta mil de los azules para el soplón.

Por fin ubicaban a Román Polansky. Estaba tirado en un diván cama. Se acababa de aspirar un par de rayas de cocaína. Dos negras namibianas le comían su piltrafa parlante al lado de un jacuzzi. Sendas botellas de cerveza lo acompañaban en su fiesta. En estas condiciones poco considerables se entregó sin más remedio.

Lo metieron en una sala oscura. Una sola luz le alumbraba el rostro. Ni pan ni agua para el degenerado, gritaron encolerizados. Confiesa, le conminaron. Él ni se inmutó. Los mandó a la mierda.

-- No hablo con huevones impotentes --, rumió a la primera con la lengua afuera.

-- Necesitamos su cooperación señor Polansky. Es imprescindible buscar las causas de su actuar --, dijeron los más impetuosos.

-- Que se vayan a la chucha les he dicho. Es imposible hablar ante una tropa de huevones que no han usado su goma en toda su puta vida --, dijo con los ojos blancos de un contactado.

Los contralores, temblaron ante la confesión. El que lideraba el grupo recordó que a su mujer no se la tiraba desde hacía dos años por no poner dura su migaja. Polansky pensó en un nuevo ataque. Tenía sus municiones guardadas. Luego salió a la carga otra vez.

-- Por favor mantengamos la compostura señor Polansky. Usted está en un problema mayúsculo --, la idea era que el hombre bajara su iracundia.

-- La contraloría se convirtió en una asociación de maricones resentidos --, repitió sarcástico.

-- Está usted equivocado, señor Polansky --

-- Nunca encontraron pega en otro lado. Lo único que saben hacer bien, es lamerle la pichula a la mierda de presidente que han elegido --, sentenció con los ojos desorbitados.

-- Debe usted saber que nosotros somos la autoridad. No es posible que siga con los insultos --, volvieron a lo mismo.

-- Están seguros con quien están hablando ustedes. Ni se imaginan la cantidad de amigos encumbrados que tengo, por lo tanto me cago en sus postulados maricas que intentan amedrentarme --, sentenció Polansky.

Los contralores batieron sus ojos. No comprendían tamaña afrenta. Polansky les miró con desprecio.

-- La contraloría no me impresiona. Los milicos se la metieron por el culo los diecisiete años de su tiranía y ni chistaron los muy maricones --, concluyó.

-- A este huevón hay que torturarlo --, dijo el mismo contralor que en la tiranía trabajara en las cárceles secretas.

-- Buena idea --, asintió el más flaco mientras afilaba un destornillador contra el piso.

-- Estai loco--, gritaron los otros

-- Podemos perder la pega --, remataron llenos de pánico.

Dos semanas en lo mismo. Nadie le pudo sacar palabra del incidente. A la secre la mandaron al manicomio. Tratamiento intensivo. Aún no estamos seguros si por ver ese pedazo de pitón que hablaba, o por lo histérica que es. Por el momento ella solo sueña con boas y culebrones marcianos que le cuentan cuentos. Hasta su lengua se le aterrorizó. Desde el incidente solo habla en alemán. Como era de esperar. Necesita doparse muy seguido. Le asignaron tres loqueros para ella sola. Según se cuenta en los pasillos, solo logra dormir tomando píldoras. Píldoras redonditas y acarameladas. Diazepán y otros entuertos farmacéuticos. Químicos que le bajen la calentura por la boa mirona y parlanchina.

El director presentó su renuncia. En tres minutos se la aceptaron por hacerse el desentendido con la querella. No podemos permitir el sexo grupal en nuestras oficinas, dijeron ciertos asesores ministeriales con ese típico tono del marica capitalino. ¿Y qué hacemos con el degenerado?. Se preguntaron los del partido. Que no salga en los diarios, previno el lame pingas del nuevo director. Harto complicada la cosa, cantaron a coro los idiotas de la contraloría. No figura en los manuales. Siguieron buscando en el sótano. Leyendo la letra chica del código. Consultas por Internet. Exposición de guaraca. Guaraca. Miembros a la intemperie. Ni ahí con la probidad. Cero resultados. Exhibición de apéndice masculino. Peor. El culo al aire. Un desastre en sus vocablos. Una penca conversadora, catástrofe en los postulados del gurú mayor. Nada en los viejos libros. Nadie podía elaborar un castigo para ese sátiro desequilibrado.

Pidieron nuevas visitas de personeros del ministerio. Todo eso empeoró la situación. Los visitantes de la capital solo querían ganar el viático, tirarse unas cuantas mariconadas en los saunas del barrio rosa y partir a sus casas. Los funcionarios de la contraloría pidieron su traslado. El caso les había llevado al paroxismo. No era posible encausarlo. El funcionario acusado era inmune ante las graves acusaciones. Toda una calamidad. Todo un desastre. Hasta que oyeron la voz del junior. Un flaco que se azotaba como loco mientras veía las fotos del Play Boy en el internet.

-- ¿Y por qué no lo jubilan? --, dijo en el extenso pasadizo.

Todos los sesudos se miraron entre sí. Menearon sus cabezas. Y luego se preguntaron.

¿Y por que no? --

“Y por qué no”, fue la frase histórica. Y por qué no. Diarios y Televisoras la adoptaron como propia. Un éxito en los rating. Y por que no. Súper ventas. Fotos con el autor. Quisieron ponerla de slogan para las últimas elecciones presidenciales. Estamos locos nosotros, dijeron. No provoquemos alarma pública. Otras semanas para recriminarse. Ante la disyuntiva, lo jubilaron. En tres tiempos que lo mandaron a su casa. Una decisión sacada del cerebro del tipo de los mandados. Más de alguien creyó ver al anticristo en ese muchacho. Contubernios en el trayecto. Seminario para aclarar ciertos derechos. Ya no eran los mismos tiempos de ayer. Cuando los hombres hacían lo que querían. Sin reclamos de nadie. Las mujeres, a la mierda si es que abrían su boca. Huevonas malagradecidas, sentenciaron en tropel. Estamos perdiendo el partido, pensó el abogado asesor.

Cinco meses más tarde, la noticia atragantada. Era un secreto a voces. Nadie debía enterarse de la carta. Nadie estaba allí cuando el director leyó el mensaje del presidente. “A este funcionario no me lo toca nadie. Es un ejemplo para el partido. Hombres ardientes como éste, son los que necesitamos en nuestras filas. La patria necesita crecer con igualdad”. Era imposible contradecir al presidente. Su jeta hinchada era lo que más asustaba al contrincante. Sumado a su carácter que era el de una mierda hirviendo. No había caso. Y así fue no más. Polansky nunca imaginó que su salvación pasara por pertenecer al partido que se la jugaba por la democracia. Que idiotez más rebuscada. El hombre tenía sus cuotas al día. Se definía como una de esas mierdas comprometidas con el proceso. Un correligionario pleno de ideales. Qué velocidad tenía. Sesenta polvos democráticos por hora. Ni que hablar de las Putas Por la democracia.

Yo sigo en la comida de despedida. Todo se ha consumado. Nada lo puede cambiar. Desde mi rincón lo puedo ver. Se le ve triste. Más bien cabizbajo. Es un boludo sin alma el que se está embalsamando en un cajón de pino oregón. Esa es mi opinión. Cero sentimientos con él. Jubilado por vaca. Bacán reincidente. Las guaracas no hablan. Ni lengua tienen. Menos han desarrollado ojitos. Pero el desgraciado insiste. Mi guaraca me habla. Quiere fundar una religión. Se convertirá en el Papa de los pichulones parlanchines. Se quiso tirar también a la vieja de Finanzas. Una mujer que camina a los sesenta. Por mi parte prefiero darle azotes a mi maltratado salame. Las viejas me apestan. Pero este tío no tiene sentimientos. Las abuelas lo destrozan. Hace un buen tiempo que no se pegaba un salto. La barra lo tiene clasificado. Que se muera en un par de años. Que nadie lo salve. Esto no es de mi incumbencia. En fin, la fiesta se está acabando. Ni trago va quedando. Román Polansky es historia. Nadie lo pondrá en su lugar. Nadie en el pedestal.

Salgo de allí. Miro a los rezagados. Son los mismos de siempre. Se tragan hasta los restos. Alcohólicos de mierda. Detesto el lugar. He traspasado el umbral. Estoy en la vía pública. Libre para siempre. Hasta el aire es diferente. Reniego de mi pasado. Por ahora me dedicaré a buscar las explicaciones. Historiales en fichas. ¿De qué? Me pregunto. ¿De qué estoy hablando? Los párpados comienzan a desintegrarse. Estoy exhausto de tanto alarde. Voy a la siga de lo increíble. Ya llegan las respuestas. Son ciertas explicaciones que no caben en mi cabeza. Mis ojos se mueven. MI cuerpo baila. Y mientras, voy cantando. Una creación estival. Valga la aclaración. Cuando me aburro, soy un compositor en potencia. Seré un éxito de ventas. Diridara. Diridara. Diridara. Din-Dum-Dum. Que canción. Me gusta. Le falta percusión. Le dará un toque afro. Primer intento. Tam-tic-tac-tam-tac-tic-tac-tam. Estoy poniéndome creativo. Veo negras en mi cabeza. Garotas que bailan su pieza carnavalesca. Creo que a la larga me excitaré. Prefiero borrarlas de mi disco duro. Por lo duro que se me pone. Tam-tic-tac-tam-tic-tac. Parezco un brujo meneando su varita mágica. Me canso en la creación. Siguen fallándome las letras. Intento con la concentración. Mis ojos continúan dando saltos. Bailotean su jolgorio. Nada los puede detener. Estoy mirando demasiado el territorio ajeno. El mío, mi territorio, no tiene esos desbandes demoníacos. Aquí los más valientes se hacen famosos. Cabrones con pachorra. Meter la pata es un deporte nacional. No hay segundo ni tercero. Dejar cagada y media es recibir la medalla olímpica. He pensado un par de veces. Y sí que me cuesta. Una cagada desproporcionada. Algo que duela. Meterle la pichula a la mujer del director. Una cuarentona muy dada a las calenturas en los abrazos de fin de año. Jeans y poleras apretadas. Me tiene intrigado. Unas miradas que me envía. Se me erizan los pelos. Me tiene convertido en un desequilibrado. Es una locura. No es de mi apetencia. Son rollos mayores. No quiero ser el segundo Román Polansky. Necesito cuidar mi pega. Busco otra alternativa. Robar la caja. Lo he pensado más de una vez. Trazos y medidas en los cuadernos. Aquí el guardia. Allá las cámaras. Poca vigilancia. Es muy fácil. La vieja cajera temblará solo de oírme. Unos guantes en las manos. Una media en el rostro. Senda pistola en mis manos. Voz de ultratumba. Y la flaca de la caja que se caga de miedo. Manos arriba, mierda. Manos arriba, que te lo pongo. El proyectil. Estoy aclarando. No estoy en lo del acoso. Y será cierto eso de que se cagará. Luego abrirá la caja. Meterá sus manos. En seguida me lo dará todo. El dinero, reitero. ¿Podré hacerlo? ¿Podré algún día? No por ahora. Las variantes son varias. Un palo en la nuca. La arrastro hasta el basural. Una cuchilla en las manos. La comienzo a descuartizar. ¿Me como o no los interiores?. Prefiero que sea simple. Nada antropofagia. Está muy recurrido en lo del cine. Un asalto prolijo. Incluyo aseo por completo. Lleno mis bolsas. No debo transpirar. Un par de vueltas más. Y salgo. Me quedo con todo. Incluyo joyas y tarjetas de crédito. Cuento billetes. Reparto ganancias. Parto de viaje. Antes de que se den cuenta. Quiero ser malo. Es necesario en estos tiempos. Pero no soy un canalla. Solo ambiciono provocar daño en las arcas que nos roba el fisco. Repartiré las platas con los pobres. Algún día. Algún maldito día. Cuando menos lo espere. Y no llega. Cardúmenes de años que no viene. En el lapso debo soportar la represión. El mariconeo nacional. Resistir sumario tras sumario. Porque me voy a la próxima. Luego me trago las capacitaciones. Una centena de sermones políticos. Pajas crónicas. Cerebros pensantes. No valgo nada. Lo dicen los astrólogos. El planeta Neptuno lo cagó señor. Muy helado el ambiente neptuniano. Ni satélites tiene esa masa extraterrestre. Acá sigo yo. Más solo que las marmotas marcianas. Reviso casos anteriores. Ni una oportunidad para el atentado. El espejo no miente. Un pelotudo de porquería. Ese soy yo. El tarot no se equivoca. Resuelvo la ecuación. Una mierda de vida. Estoy algo cansado de todo esto. Con esas liviandades de la vida comienzo a temblar.

Mi camino es largo esta vez. Busco atajos que lleven a casa. Me decido por la avenida. Asientos. Muchos asientos. Parejas fornicando a la intemperie. Ni se inmutan por su acto. No se puede vivir así. Paso por una plaza solitaria. Estoy cerca ya. En la baranda, una mujer. No es muy llamativa. Me recuerda a alguien. Más bien es un recuerdo que deseo olvidar. Me acerco sin meter ruidos. Estoy casi a su lado. La miro de reojos. Y me doy cuenta. Es ella. La incomprendida dama de las camelias. La mismísima Verónica Valladares. Una singular mujer por la que hemos estado brindando en la despedida. Una de esas coincidencias brutales. Es imposible, pero allí está, tan viva como antes. Ahora es ella quien me mira. Una sonrisa en la presentación. Le ofrezco un cigarrillo. Lo acepta con un movimiento de cabeza.

-- ¿Qué haces tan sola por aquí Vero? --, le pregunto con esa incertidumbre de no saber con quien estoy hablando.

-- Tomo aire como cualquier mortal que sufre el desamor. Además un paseo no le hace daño a nadie, menos a mí que necesito tanto aire fresco --, dice muy tranquila ahora.

La luna gira con esa lentitud de elefantes. Ese mismo disco me marca el camino. Al fondo del pasaje un par de tipos se dan las patadas de la puta madre. Unas por tu padre. Otras por la puta que lo parió. Se acercan entre patadas y griteríos. Ella tiembla ante la posibilidad. Una posibilidad de un asalto.

-- No los mires. Salgamos de aquí que aún es tiempo --, le digo a una Vero llena de ansiedades. Ella asiente con su cabeza. Los tipos nunca sabrán que los estábamos mirando.

Una caminata más que larga. Ella con sus ojazos negros no se decide a hablarme. Está llena de vergüenza. Debo ser yo quien se atreva. Es el momento, digo cuando inicio la conversación.

-- ¿Ya estás mejor? --, pregunto con esa idiotez natural que me caracteriza.

Ella se llena de aire los pulmones. Intenta esquivar, pero sabe que debe decir algo. Quizá porque es mucho tiempo ya que no habla con alguien.

-- Más que sanada, estoy mucho mejor que la primera vez. Me parece que se agrandó todo un problema. Pese a todo lo que me sobrevino ese día, estoy libre otra vez --, dice con una sonrisa completa.

-- No te entiendo. ¿De quien te libraste? --, digo con el acento de un ignorante.

-- No quería a ese infeliz que convivía conmigo --, confiesa sin dejar de caminar.

-- Tan mal estaban las cosas --

-- Así es. Nada iba a cambiar en ese mundo tan extraño en que vivíamos --, confiesa la Vero. Esta vez se ha sosegado de su temblor en su barbilla.

Atravesamos toda la ciudad. No era una peregrinación sencilla. Tenía otros secretos que contarme. Y fueron muchos los que ella guardaba. Unos días para deshacerse de su pareja. Nunca lo había querido. Que manera de terminar. Román Polansky sin quererlo, había ayudado en ello. Medio paquete de cigarrillo y ya que estamos agotados. A eso de la una de la madrugada llegamos hasta las cercanías de mi departamento. Se lo hice saber. Ella me asegura que tiene mucho frío, que le haría bien una taza de café. Las pupilas mías que se abren más de la cuenta. Un par de movidas a mis llaves y ya que estamos adentro. Nunca imaginé que acabaría con la Vero en mi lugar secreto. Ni mi madre conocía ese territorio. Estoy actuando ahora. Un cidi que selecciona el equipo. La música coopera en muchos casos. El café hace lo suyo. Dos horas más tarde nos vinimos a besar. Ella no tenía reparos en hacerlo. Un par de minutos más y ya estábamos en la cama dándonos un revolcón. Más bien fueron unos cuantos revolcones con esa mujer tan vilipendiada en ciertos lugares públicos donde todo lo que se ve no tiene una pizca de verdad. A eso de las cuatro de la madrugada ella se detuvo. Me mira con ese aire de inocente mientras se aferra a la almohada. Sé que me quiere preguntar algo. Lo expresan sus ojazos negros.

-- Siempre me ha quedado una pregunta dando vueltas --, dice abriendo cada vez más esos ojos de la oscuridad.

-- ¿A qué te refieres? --, pregunto yo ahora.

-- Es algo quizá infantil. Pero sé que tú no te reirás de mí --, dice con esa sonrisa lúdica.

-- Comienza, que yo tengo todo el tiempo del mundo --, le repito.

-- Es cierto eso que me mostró Polansky frente a mi escritorio. No puedo creer que eso que tienes tú puede hablar --, dice sonrojándose.

Debo responder una idiotez de esa categoría. Ella no conoce mucho de las excentricidades de algunos hombres. Una risotada fue la certera respuesta que recibió en mi cama.

-- El mío no canta ni habla, pero si que sabe hacer cantar a quien menos se le puede imaginar --

-- ¿Estás seguro? --, pregunta la Vero.

-- Más que seguro. Si me llegara a enterar que este bicho le ha dado por hablar, pues le corto la lengua. Hay ciertas cosas que los caballeros no pueden revelar --, digo mostrando una señal que me lleva a pensar en lo estúpido que me pongo a eso de las tres de la madrugada.

Media hora riéndonos mientras el café se enfriaba. La madrugada traía su encanto en cada suspiro que ella daba. Todo se venía cuesta abajo. Nunca más una conjetura. Nunca más hasta que entré al baño. Una desaguada con el bicho en la mano. Un par de sacudidas en la atmósfera y ya que lo intento meter adentro. Alguien grita. No lo puedo creer. Es alguien que tiene ojos y voz de sinvergüenza.

-- ¿Qué hay de nuevo, jefe? --, dice ese pequeño animal que me mira debajo de mis calzoncillos.

domingo, 27 de enero de 2008

ARRIBA EN EL PARQUE

Conocí a la Flaca un día en que el sol pegaba como los desquiciados sobre los ventanales del restorán. Le crucé un par de miradas matadoras, cuando ella intentaba sacarse la blusa de seda y esperar que una ráfaga de viento le refrescara su espalda. Está haciendo demasiado calor aquí, gritaba como una endemoniada desde el otro lado del vidrio, consígueme hielo que me quemo, dijo por fin.
Era una mujer de hablar Heavy y unos enormes ojos que ponían tieso a quien quisiera mirarla de frente. Les dejaba clarito que no se descuidaran de sus desgracias personales, porque ella tenía escrito el signo de la maldad en sus manos, que era fascista a cagarse, que su papi viajaba a Europa cada dos semanas en un Jumbo de la Avianca y que no la huevearan más por que tenía calor; fue todo lo que dijo esa tarde de brisas radiactivas entre medio del Mall y el restorán. Algo de ella sabía Mariano, dejándome ver que jamás se entregaba a los sentimientos profun­dos, mas bien se le podían confundir sus aires de libertad absoluta que tanto pregonaba en los cuadernos de su bolso colegial con sus ojos de monja extasiada. Le decíamos La Flaca Lucy, todos los que estudiábamos recostados en los asientos en la calle Máximo Lira, llegando a los alrededores de la Plaza Italia, y la verdad es que ese apodo nunca le vino a gustar, pese a que desde todas las barras se lo gritaban con la furia de un barrio maldito, que no se quiere a si mismo, que la odiaban por desalmada y cabrona.
Nadie podía ignorarla cuando se proponía pasar entremedio de los bancos, por que en verdad era imposible el no darse cuenta del detalle suyo que se venía sobre las pupilas de todos los curio­sos. Un par de pechos impresionantes afirmados sobre un sostén enorme, ese era el secreto que no podía guardar y que nunca quiso hacerlo, que se sacaba sus intimidades para luego tirarlas sobre los parabrisas de los automóviles y mostrarles sus pechos a los conductores y que nadie le dijera lo loca que estaba, que les pegaba sus quinientas patadas por el hocico y que se anduvieran con cuidado los culeados, que sacaba un puñal de un santiamén para metérselos hasta la concha.
Siempre había estado soportando ese gran problema de la desigual­dad de sus tetas, y lo decía fumando un cigarrillo de bajos índices, con la mano sobre su vientre deslavado, siempre acariciando el ombligo que dejaba ver un pequeño lunar desde la cremallera del blue jeans.
-- La naturaleza no mas que me cagó --, decía con resignación.
Las ganas de nunca más usar sostenes le estaban provocando una revolución interior, y el tener que aguantar a que su vieja le reiterara el cuento de que estaba harta de oir sus estupideces de un colegio que había abandonado desde Junio, que no entendía el porqué no quería estudiar más, y ella insistiendo con que no soporto al viejo maricón de Inglés que me mira las piernas como un depravado y por último que me mato de un momento a otro si continuai con lo mismo, que lo hago vieja conchetumadre si no me dejai en paz, que es mi vida, cachai. El sentir la incomodidad de soportar los encierros a que la sometía su vieja, resultaba la odiosidad absoluta para ella, sobretodo perderse los días Sábados, el de las trancas fumonas, el de hartarse de ver las movidas que los putos hacían desde los teléfonos inteligentes del barrio Bellavista y descubrir a los maricones que se visten de mujer al lado de los automóviles de la Avenida Vicuña Mackenna. Dejaba entender que no siempre era cosa de sacarse los sostenes y meter la bulla del infierno en su motocicleta de chica acomodada que vivía en el Condominio Vitacura-Lyon, y que lo escribía en sus cuadernos pa'la certeza suya. Sabía que muchos de nosotros la mirábamos desde los bancos cuando ella se cagaba de la risa con el cuento del socialismo que una vez leyera en las revistas de los revolucionarios del Tecnológico, gritándonos que éramos una caleta de huevones chascones que transmitíamos el olor al comunis­mo más falso que la cresta y llenos de piojos pa'cagarla, que se los metía por el poto a todos por pungas y malagradecidos.
-- Huevones reculiaos --, nos gritaba desde el interior del automóvil de su padre a la hora de pasar por el Tecnológico en plena toma, con los pacos afuera y las lacrimógenas en el aire dejando las estelas de humo por toda la Avenida.
Tetona miliquera, le fuimos a gritar en sus narices tres horas después desde los ventanales, en pleno día del boinazo, y el terror de mirar a los milicos con cara de drogados disparando como en una película de guerra los huevones enfermos, que no respetan a nadie, que nosotros somos los que mantuvimos el paro de los camioneros aprovechadores de mierda, que estamos cagados papá, que estos comunistas van a dejar la ensalada de muertos con nuestro paisito y qué vamos a hacer, como nos vamos a salvar de esta locura marxista que viene de vuelta, que no habrán más rollos ni carretes cachai, y se lo decía en la dura al viejo de su padre quién solo sonreía con el celular en la mano.
Chaqueta de cuero negra colgando en sus manos y las poleras llenas de pinturas esotéricas, se dejaba caer por los Pubs de Providencia a eso de las diez de la noche. Se sentaba en la barra a pedir un par de margaritas cargadas del veneno acostumbrado, ya con la idea de encamarse con el primer imbecil que le consiguiera un cigarrillo, que no tengo de esos que estai pidiendo huevona patuda, que tenís cara de artesa comadre, onda blue jeans rajados pa'l enganche, la cruz invertida y el tatuaje en los glúteos, que no te llega, que mejor ándate para la casa que no vai a pescar ningún mino para el apriete tetona esquizofrénica.
Sabía que no era fácil la cacería, que ella no se dejaba intimi­dar con los bacanes que se las daban de machitos argentinos y que con seguridad no tenían un peso en los bolsillos para pagar el Motel, que lo único que habían aprendido era a puñetearse escon­didos en los baños del Pub por que no tenían pelotas para el combate cuerpo a cuerpo.
-- Ene mariconeo por aquí --, les gritaba con los ojos hinchados de humo.
Un cigarrillo le colgaba de los labios al momento de comenzar a oír a su ídolo de los desgarros interiores, el mismísimo Jim Morrison, y el darle a que tiene los ojitos celestes como el agua marina y por la puta que canta bonito el huevón poético, no tenís idea que se murió de una sobredosis por cachero y fumón, que conoció la pálida hasta convertirse en un descuidado pajero, que no supo vaciar las jeringas del ácido a tiempo, por la puta que era auténtico el hombre ese.
Desde la orilla de los fumones es que divisé por última vez a la Flaca Lucy, que en verdad era generosa con su cuerpo, y lo dejaba ver enterito nada más, que no se pasaba los rollos de que se me ven las tetas y que me tapo todo viejo, que no debes excitarte con mis carnes blancas y por último me da lo mismo una puñeta más ante mis ojos, que no los agarro a estos depra. Me acerqué con sigilo hasta sus alrededores.
-- Un traguete para vos damisela de los escondrijos --, le ofrecí a eso de las tres de la madrugada con el acento de argentino drogo y la música de los Rolling Stones que me partían la cabeza con el hueveo de sus gritos alucinantes, y esa sensación de que los estoy encontrando mas viejos que la chucha y que no es como antes, por si te acor­dai de los tiempos del Punk-Metal la raja de macabro, y es cosa de recordar comadre que en pleno concierto el líder se reventaba con los pinchazos del LSD en las venas y luego se meaba sobre el escenario sacando la tripa afuera, sendas bolas peludas que caían del pantalón y ahora convertido en un viejo el muy huevón, que con los Close-Up de la tele se le pueden ver las quinientas arrugas que tiene el maricón del Mick Jagger, y me late que se está convirtiendo en un maricón ridículo ahora, con esos pantalones ajustados que no le asientan, y sus movimientos rockeros últimos de archi-conocidos, que no es el puñetero de los setenta, si hasta me confundo con el viejo de la batería que se parece tanto a mi abuelo Fernando, con seguridad que no tiene ni dientes pa'la percusión, te juro que no compro más sus cidis por cabrones.
Comenzamos a conversar otra pepa, mientras la Flaca se desencade­nó con el cuento de conocer a cada uno de los Rolling, por que su viejo era buena onda, un papy de cuarenta y cinco y el darle otra vez a que no sabía cuanta plata tenía en el Banco el hombre aquél que la había engendrado, pues ese mismo y querido viejo suyo la había llevado hasta Inglaterra para conocerlos en directo y putas gansa, que no te creo, pa'mí que te estai mandando la soberana parte, y ya me estai por convencer que soi más mentirosa que la chucha, que no tenís motivo para engañarme con esos cuentos de millonarios cabrones que se pasean como si nada por el mundo, mientras uno se va en la dura estudiando y cagado de hambre en la pensión para intentar terminar una carrera que me mantenga, vieja.
Al poco rato inició otra historia de una tía medio loca que cayó en manos de un hombre que tenía hasta la cara de perturbado mental, y que chucha me importa a mí, que sufra la vieja cuica, y ya no la tomé en cuenta, que la loca de verdad era ella misma, que se alucinaba con las copas reventándolas por el suelo y que quiere tirar un par de cristales sobre la cubierta del mostrador por que no le gusta que la ninguineen y ese garzón con cara de “Ándate de una vez fumona desgraciada”, y desde la esquina del Pub puedo sentir que la Flaca se lo tira, que ha sacado un cortaplu­mas dando a entender que no le tiene miedo al pelotudo ese de los tragos que le mete dos punzazos en el pecho hasta salir escapando por la Avenida Manquehue camino hasta el otro lugar de las oscuridades, asumiendo que no se han dado cuenta de la cara de intoxicado que llevo en mis pupilas, que la Flaca me está dando miedo tragándome la noticia que la huevona se transforma en una energúmena, onda alta peligrosidad, cuando la sangre le hierve en los ojos. Un par de bailes entre mis brazos y esa Flaca que ya tiene ardiendo sus mejillas, me va diciendo con la punta de su lengua metida en mi oreja, que quiere tirar conmigo, que ya está cansada de soportar tantos huevones hediondos, que se demo­ran mucho en meterse a la cama y que no la entiendo le digo, mientras voy sintiendo como me tironea de su mano hasta sacarme fuera del local y allí con esa pose de la Kim Bassinger me va diciendo que no sabe por qué siempre es lo mismo, que cuando le entra la calentura es para ella un mandato extraterrestre ese de tener que culear en donde sea, y que no lo puede soportar ni contenerse, que está enferma de verdad, que es un virus marciano quizá el que lleva en la sangre. Detrás de un arbusto es que me doy cuenta que tenían razón todos mis amigos, esta mujer está loca de remate, me va agarrando con sus uñas puntiagudas clavándolas en mi espalda, luego con desesperación me muerde hasta los pelos de mis sobacos y por último comienza a gritar que rico, que rico es acabar en la plazoleta conchetumadre, que los pacos no se la pueden con ella porque es de otro planeta.
Loca de mierda, me ha dejado más rasguñado que nunca antes, y me entra el miedo de tenerla en pelotas a mi lado como si nada pasando.
-- Te quiero viejo... Como te llamai que no me acuerdo. Putas que me estoy emborrachando de tanto ver estrellas sicóticas y ni siquiera sé tu nombre --, me asegura con esos ojos del desmayo. Y me va diciendo que eso de decir te-quiero la excita como un demonio escapado, que debo de decirlo yo también, que no me demore más, que debo acabar encima de ella pues está pa'la cagá de caliente. Estás loca de remate vieja, digo pensando en la prueba del lunes.
Me subo el cierre de los pantalones y comienzo a caminar a su lado. No me está mirando. Dudo que me vaya a escuchar ahora.
-- Tirai bonito Flaca --, le digo con el cigarrillo humeando en mi mano, buscándole el diálogo en la buena.
-- No digas nada, que te corto las bolas --, me dice al subir a su motocicleta. Guarda su cortaplumas, luego un par de metidas de pierna y esa máquina que empieza a desatar el ruido de los in­fiernos y ella que ni por curiosidad me ha dicho qué es lo que voy a hacer ahora, que putas que soi vaca Flaca Lucy, que me vai a dejar botado acá a las cinco de la madrugada, que mi espalda está pa'la cagá con la hinchazón de las garras tuyas. Desde la solera puedo ver como se aleja con su cabellera volando junto a su moto, un par de cambios y el silencio mío. Nunca más la ví, nunca más apareció por la Plaza. Nadie la echó de menos en el parque.
Desde el otro banco el compadre de Arquitectura me dice que la vio con tres locos arriba de un auto descapotado, que está más flaca que antes, que ni tetas tiene.

domingo, 20 de enero de 2008

ERROR DE CONCEPTO

Sintió la furia ardiente de esa lengua que se humedecía con lujuria bailando como una nutria
desesperada dentro de su boca ansiosa para luego sacarla sin más, deslizándola por sus labios
mudos de arriba a abajo, de lado a lado, en una suerte de enredo carnal, hurgando en lo indecible,
mostrándole una punta roja de carne y venas hinchadas de tanta excitación, sin siquiera
pestañear en ese cuarto de poca luz y manos ligeras.

Luego sintió la mirada que se le venía encima como una plaga de ojos derramados y las nauseas
de saber ahora la verdad.

-- No puede ser --, gritó mientras sentía la nausea otra vez y esas ganas imparables de vomitar
que le estaban llevando todo su interior. Se vistió con desgano y se dispuso a caminar sintiendo la
equivocación dentro de su boca.

CUESTIÓN DE CAZADORES

Entre cuatro soldados lo llevaron hasta el patio del sufrimiento. Las miradas que esos hombres le metieron en los ojos hicieron que recordase al mismo demonio verde que se le aparecía en la jungla.
Luego de arrastrarle por unos minutos en ese terreno lleno de gravas filosas, lo amarraron de pies y manos frente a un poste de madera empotrado en medio de ese enorme lugar.
Había oído lo que se decía de ese recinto amurallado, sin embargo pese a las advertencias, él aseguraba que los cuentos eran nada más que para escucharlos, las plumas y los trofeos de guerra que orgullosamente colgaban en su cabeza dejaban ver que era un hombre valiente.
Desde un subterráneo lleno de pasto para los animales, apareció un obeso enmascarado con un látigo en sus manos. Ciento setenta y siete latigazos fueron a caer sobre su espalda y un millar de gritos que no podía entender. El tibio correr de la sangre por toda su humanidad vino a decirle que quizás no saldría vivo de allí, porque esos hombres estaban realmente enojados con él.
El verdugo se cansó de tanto dar azotes en su contra y eso lo decía el sudor que bajaba por su abdomen. A duras penas lograba ver los ojos desorbitados del tipo que lo azotaba, sintiendo su respiración dificultosa que a ratos parecía la de un moribundo.
-- Debes tener mucho cuidado con este indio. Es muy peligroso. Nadie sabe cómo es que logra escaparse de todos los encierros --, se dijeron entre sí los soldados mientras le metían los grilletes por las manos. Alguien gritó desde lejos que no le perdieran de vista, que era mejor darle un par de vueltas más en el arrastre.
A eso de la media tarde, cuando el tedio se dejó caer en medio de las sombras que se movían a su lado, perdió el conocimiento. Con el abrir de sus ojos pudo darse cuenta que casi muerto ya, lo habían tirado detrás de cientos de sacos llenos de mercaderías marcadas con el sello real del virreinato. Era uno más en esa pila interminable de bultos apretujados.
Sus enormes ojos comenzaron a sufrir la escasa luz de una ventana colmada de barrotes enmohecidos. Las ansias de escapar vinieron a acompañarle en esa oscuridad permanente que se metía por todos lados. Desde allí, intentando alcanzar las alturas del boquete embarrotado, pudo sentir el olor inconfundible de un centenar de caballos transpirados. Eran animales con pocas ganas de ser montados. Los relinchos posteriores le dijeron que esas bestias no podían más, que solo había que dejarlos descansar.
Con el desgano de una larga carrera logró ver el camino de sangre caliente que iba formando charcos en los huecos de las baldosas rotas y nadie para atenderlo, nadie para sanar sus heridas que se hinchaban con ese aire de la descomposición conquistadora junto al frío infinito de una odiosa cacería. Tocó con temor los húmedos muros de la celda de ladrillos, para sentir en sus manos maltratadas como se le pegaba en la piel esa sustancia gelatinosa que salía de las mudas
paredes. Un poco de atención le indicó que el moho oscuro se hacía parte de él ahora, en sus manos que se perdían en los grilletes.
Poco a poco se fue dando cuenta de que no estaba solo. Medio centenar de hombres vestidos con otros ropajes se paseaban delante de él sin mover sus cabezas metálicas para dedicarle una mirada que le trajera un poco de tranquilidad en los pasillos.
Unas ganas de levantarse le fueron apareciendo en las piernas, sin embargo no se podía mover como antes, ni siquiera lograba sentir los músculos de sus brazos marcados por la huida. Había despertado de un profundo sueño con ese dolor de cabeza que le hacía ver muy lejana la selva de los escondrijos. Con la transpiración sanguinolenta aun mojando sus espaldas, pudo mantener abiertos sus ojos, hasta descubrir esos lugares secretos que ninguno de los suyos conociera. Era un sitio lleno de piedras lajadas y cruces esculpidas en muros que iban formando una hilera de signos desconocidos.
Una larga figura con los brazos abiertos se esculpía en lo más alto del lugar.
Nunca antes había sentido tanto miedo de caer en la cacería, nunca antes se había dedicado a pensar en la suerte de los otros, los que desaparecían a eso de la medianoche mientras los perros ladraban en un seguimiento de cuatro días. En esas instancias sólo le quedaba escapar con las manos entumecidas y la piel azulada de tanto cruzar el río y la espalda totalmente descubierta ante los conjuros mortales del encargado de la cacería.
Escondidos debajo de las excavaciones de los brujos y casi sin respirar es que podían ver a los gruesos hombres que bajaban de los barcos acorazados, cargando esas moles de acero que despedían fuego por sus puntas abiertas y que los dejaban tan muertos como los animales viejos.
Ahora estaba exhausto de tanto correr por la vieja espesura de una jungla que conocía de siempre y que no podía olvidar. El par de grilletes se le metían por las muñecas provocando la hinchazón de sus venas, y aún sin saber que pasaría con su vida de guerrero indomable, que no se doblegaba ante las arremetidas de los cientos de hombres enlatados, quienes montados sobre sus caballos sedientos, les acosaban cada cierto tiempo en sus territorios impenetrables.
Alguien les había traído la noticia que eran los encomendados de los dioses quienes harían cambiar todas las cosas para siempre y que las cruces formidables dibujadas en sus pechos, eran los inequívocos símbolos del amor.
Los incendios se le venían a la cabeza como un mar de fuegos malvados que se devoraban a toda la selva de hombres invisibles y sin recordar ahora quien era su padre, ni si los hijos suyos estaban aprendiendo los secretos de la jungla mágica que se tragaba todos los secretos de los valientes. Sintió los pasos del que podía entender era el jefe de esos intrusos sin rostro. Una enorme coraza de acero le fue apareciendo desde todos su ángulos, hasta sentir los aires de su respiración desesperada.
-- Así que tú eres el misterioso indio de las revueltas. Debes saber que desde ahora serás nada más que un trofeo de caza --, dijo con la seguridad de sus hierros sobre la frente.
Abrió la rendija del casco con la punta de su espada hasta que aparecieron los oscuros ojos de un hombre demasiado blanco al encuentro con los suyos. Un dolor intenso se asomó por sus pupilas, un dolor de siglos que le venía devorando los intestinos. Estaba demasiado cercano que podía sentir el latido de su corazón al compás de esos metales esculpidos y la sensación de estar siendo observado por un millar de curiosos. Los dibujos que había pintado en su rostro no lograron asustar al extraño que se movía enfrente.
-- Un tozudo indio que no se rendía y de quien se cuentan tantas historias --, dice con la espada brillando en contra de su casco de lugarteniente español.
Jamás había sentido el rondar tan cercano de un hombre vestido extrañamente con esas latas salidas de otro mundo, quien no dejaba de mirarle en un estudio de sus secretas intenciones, en una siniestra persecución de ojos inmóviles y las ganas imparables de estar muerto.
-- Es el momento de la verdad. Algunos dicen que eres un enigma selvático que nos acongoja desde nuestra llegada. Debes saber que yo soy quien manda ahora –, agrega con las manos sobre su cuello.
-- Es el momento de saber cómo te llamas desgraciado. ¿Lo dirás acaso?. ¿Tienes esa capacidad para decirnos quién eres, y qué pretendes? --, pregunta con los dedos de uñas largas. Y no puede hablar pese a no entender qué es lo que quiere decir en cada palabra de cantos españoles.
Ante esa feroz mirada de pupilas dilatadas, intenta con la canción de los hombres imbatibles que su viejo abuelo le enseñara en los rituales secretos de otros tiempos y va moviendo sus labios en cada tono mágico que debía decir, y otra vez siente esa extraña sensación de estar conociendo el miedo que esos hierros van desprendiendo. El de la coraza dorada no le habla ahora, pese a apretar con mas fuerzas su débil cuello de hombre invisible, cazador de venados, quien encomienda a los dioses a esas criaturas antes de matarlas. Que ellos deben morir sin sentir el dolor, un sueño pequeño y ya.
-- ¿ Qué mierda estás haciendo? --, dice el acero parlante, mientras él se lo va cantando todo, sin titubeos ni palmas húmedas. Un guerrero no debe retroceder, ni llorar en los brazos de una jungla llena de misterios, jungla privilegiada que sabe de sus paraderos, que lo observa desde niño y nuevamente entonar la canción de los guerreros invencibles que no conocen la derrota en la frondosidad de un mundo lleno de peligros.
El hombre de acero se levanta con dificultad hasta llegar a las cajas de madera. Mete su mano en el interior de la más grande. Con lentitud va sacando una larga vara de metal. Nuevamente voltea su cabeza buscando llegar hasta él, mientras intenta hacerle callar de una vez.
-- ¿Quién eres tú realmente?. ¿ Un brujo, o tal vez un emperador?. Dímelo --, repite con los ecos del metal y él sin entender que ese hombre no está cantando como él sus alabanzas de amistad, que las palabras suyas llevan otras intenciones, y que no puede contra esos trescientos caballos desesperados que se revientan en las cercanías y otra vez esas ganas de huir hasta las alturas de los árboles y desaparecer como los seres humanos desnudos de la jungla, quienes nunca aprendieron a cantar como él sabía hacerlo.
Ahora siente el frío contacto del hierro que el acorazado ha provocado al poner esa larga vara en su cabeza.
-- Pues tenemos a un flaco indio revoltoso y nada más. Pese a llevar el rostro pintado no eres más que un animal despreciable que no sabe hacer las reverencias ante su señor. --, dice al momento de mover sus dedos en los agujeros de ese extraño instrumento.
-- No quieres oír. Pues te quedarás sin oreja. Te lo tienes merecido --, dice al momento de cerrar los ojos.
Una explosión de astros le apareció en la cabeza dejándole una absoluta oscuridad que sabe es parte del otro mundo que no conoce y que no quiere conocer aún.
-- Mira en lo que te has convertido ahora, un asustado indio desorejado que se atreve a cantar frente a nosotros.--, le grita mientras puede ver el hilo de sangre bajando por su frente hasta llegar a su boca.
El hombre del casco de acero se levanta con la furia desatada de su raza conquistadora y sacude sus manos del manchón escarlata que ha quedado pegado entre las cruces de sus hierros machacados. Desde arriba le mira nuevamente para señalar con su mano de militar encomendado hasta la puerta de entrada a ese recinto de encierros.
-- Has ensuciado mis galones de la guerra con tu sangre de bestia encerrada. Una puta sangre la tuya. La verdad sea dicha, te queda poco tiempo para las confesiones, indio inconverso --, reitera al momento de abrir la puerta.
-- Tú te lo buscaste desgraciado. No te saldrás con la tuya, que pronto conocerás mis otros modales que traje desde la misma Castilla --, se va repitiendo sin descanso por el corredor seguido por una formación de hombres enlatados.
Ahora en su cabeza la angustia de saber que ese hombre volverá con los duros aires de un castigo interminable y que de nada servirá el truco de hacerse el muerto, que eso no le ayudará ante esos ojos de la invasión.
Desde el zumbido que provocara el disparo de ese varón lleno de metales, ha comenzado a olvidar que se llama Mawouni y que él no es un indio sino un hombre mágico que se pierde en la espesura de la selva cada cierto tiempo sin que nadie pueda encontrarle. Tampoco puede recordar que vive en una aldea de guerreros desnudos, que son respetados por conocer el arte de hacerse invisibles arriba de los árboles, que solo saben cazar animales para su sustento en una aldea de pocas gentes y que desde hace un tiempo deben soportar esa invasión de monstruos enlatados que bajan de sus enormes barcos con sus caballos hasta las cercanías del río en una procesión del infierno. Una larga cabalgata de secuestros incomprensibles y sus mujeres que mueren degolladas luego de ser ultrajadas por esos dedos de acero que buscan las piedras brillantes de sus ríos.
Nunca había sentido correr el odio por sus venas, nunca antes la impotencia de cargar el miedo en sus brazos. Sin embargo desde la noche en que incendiaran la aldea, las cosas han cambiado en el tono castaño de sus ojos.
Un extraño calor le ha bajado hasta su estómago, revolviéndole las tripas con la excitación de una venganza de cientos de años.
Con dolor logra sacar sus manos de los grilletes. Ninguna voz en los pasillos, ninguna luz que le ilumine las manos. Y el placer de sentirse invisible otra vez, allí al lado de la puerta con su cuchillo de cazador eterno, esperando su presa.
Los pasos que se le vienen encima, un crujir de llaves y la puerta que se abre. Un solo hombre es el que ha ingresado hasta la oscuridad, una sola silueta conocida es la que se mueve a su lado.
-- ¿Dónde te has escondido, demonio salvaje?. Te lo advertí, no debías jugar conmigo que traigo un genio del infierno. Siete noches sin dormir en la barraca, y por todas las putas del reino que estoy enojado contigo. --, dice esa histérica voz mientras saca su casco de latas.
Mowuani no se mueve ahora, ni siquiera una pestañeada que le haga aparecer sus largas formas de guerrero invisible de la selva, y ese hombre tan cerca de él que nuevamente puede sentir el grueso respirar de sus narices abiertas. La puerta se cierra poco a poco hasta pintar la oscuridad otra vez y ese extraño ser lleno de cruces en sus latas que va cayendo en una absurda lucha de golpes en el aire, de manos que no puede ver ahora y que siente aferradas en su largo cuello de europeo aventurero. Las criaturas salvajes no deben sufrir en su viaje a la muerte, piensa un hombre invisible en plena oscuridad.
-- Esta selva maldita, me va a robar la vida --, dice el acorazado al sentir el palpitar de la muerte a su alrededor, mientras sus ojos se van quedando fijos en contra de la nada absoluta.
En las afueras alguien escucha el cantar de la selva entre alaridos y monos chillones.

AZUL INTENSO

Le trajeron al indio sin ninguna ropa en el cuerpo. Desnudo como un animal lleno de aromas a selvas vírgenes y una montonera de caballos transpirados; lo dejaron allí tirado en ese piso del Virreinato. Los otros se quedaron inmóviles en un rito de miradas y bocas cerradas contemplando una visión diferente.
-- ¿ Ordoñez, es cierto lo que dicen ? --, preguntó el que permanecía sentado.
El calor colmado de humedad residual hizo resaltar los músculos del indio entre atadu­ras y cabezas gachas.
-- Es cierto mi señor, son verdaderos --, dijo el de la coraza de hierro.
El hombre que llevaba atravesada la enorme cruz en su pecho, se levantó con la indignación en sus sienes.
-- Es imposible, no puede ser verdad --, repetía sin descanso.
-- Hemos revisado a todos los indios de esta tribu, mi señor, al parecer este es el único.--, aseguró con el ruido de los cascos en sus oidos.
-- ¿ Existen otras peculiaridades ? --, preguntó ahora.
-- No mi señor, es la única --
Caminó los pasos suficientes hasta llegar al lado del indio. Tomó sus cabellos y los tiró con fuerza, encontrándose con una mirada azul, inocente, casi humana. Apretó sus puños en el desconcierto y se quedó en silencio otra vez. Giró su cuerpo hasta enfrentar al de la armadura de hierro.
-- Sácaselos --, dijo Don Cristóbal mientras pasaba sus manos por la cruz de su pecho.
El hombre de la armadura corrió hasta el lugar del indio, lo tomó con las cuerdas en una atadura siniestra y comenzó a ejecutar la orden de su señor.
Un par de esferas azules cayeron por el piso rodando hasta los pies de Don Cristóbal, haciéndole sentir la inocencia en una mirada de extravíos y santos muertos.
-- Es la confusión animal de esta selva que nos hace dudar; estuve a punto de ver a un hombre frente a mí, si que lo estuve --, dijo mientras aplastaba con sus sandalias los ojos que le miraban desde otros siglos.

domingo, 2 de diciembre de 2007

HOUSTON TENEMOS UN PROBLEMA

Imagen nítida frente al cristal de la verdad. Estoy solo. Nadie alrededor. Ni los fantasmas de antaño. Ni esos canallas para el acoso. Enfoco al espécimen. Mentón inglés. Nariz prominente. Pera de chivo. Un verdadero bacán de ojos hundidos. Esa proyección del espejo soy yo. Un drogo en el concepto. Nada menos que un muerto viviente para mamá. Oigo voces en la intemperie. Gritos ahora. Mis vecinos que se matan.
Me visto. Jeans ajustados, una chaqueta de cuero resaltando sus jirones plateados. Zapatos relucientes que bailan sin mi consentimiento. Montados sobre el tabique de mi nariz unas gafas oscuras en el remate heavy. Siento lo heavy corriendo por mi piel. Advierto la respiración de un engendro a mis espaldas.
Quiero sangre, dicen las voces atrapadas en mi interior. Alguien debe responderle. Continúo en la carrera. Cuesta meterme los jeans pese a todo. Patas pa’arriba, patas pa’abajo. Hablo solo. Me parece raro. Estoy loco. Nadie lo niega.
Sigo creyendo en el Diablo, digo. Un poco de gel en la cabeza de mis veintitantos y estoy en camino. La creencia se hace presente en todos lados. Estoy loco otra vez. Sumado a la anterior me convierte en un reloco.
Mido consecuencias, analizo mis espacios. Llego a una conclusión. Un conchudo, en eso me he convertido hoy por hoy. Un maldito conchudo del día Sábado. Sé que mañana tendré que tolerar la resaca malvada. Dolor de cabeza, martirios agregados y otros eventos de la penitencia marciana. Un combinado de maldad.
Confesión número uno: No me quiero lo suficiente. Confesión número dos: Satanás es mi ángel de la guarda. Confesión número tres: Mi vida es una mierda. Confesión número cuatro: Percibo que me han estado cagando desde todos lados. Confesión número cinco: Tengo claro quienes son mis enemigos. Confesión número seis: Hay que matarlos a todos, que nadie se salve.
Odio el número siete. No tengo confesión para ese número. Elucubraciones de un loco feliz, digo con mueca lobuna en mis cejas. El kerosene de los automóviles penetra mi ventana. Me estremezco. El olor mata diez millones de neuronas. Eso no importa. Ultima mirada al espejo. Con tanto gel en la cabeza parezco un vampiro galáctico. Un portazo de los cabrones. Vidrios quebrados. Alguien grita. Salgo a la calle. Miles de conchudas esperando su minuto de atención. Cruzo la calzada. Se me dobla el tobillo. Como odio ese asfalto mal ejecutado. Vehículos que vienen. Vehículos que van. Una estación llena de hormigón. Metro arriba y Metro abajo. Puertas que se abren y puertas que me pegan en la narizota de cabrón metalero. Chuchadas en la contra. Miradas de sicópatas que matan. Chaqueta cruzada de antílope con cinco papelillos de coca. Minas y más minas que se retuercen del frío en los carros. Miedo en los viajeros. Mujeres solas temblando. Carteras cerradas. Muchas carteras. Ojos que observan. Paquetes aferrados. Cuidado, ladrones al acecho. Celulares en concierto. Beethoven en la llamada. Beethoven que se fríe en el celular. Un par zorras ríen con pocas ganas. Tragan el aire esterilizado del Metro. Tragan lo poco que les va quedando. Cuidado: Frenos última generación. Afírmate que te descrestas. Maletines negros caminando. Música en las orejas. Diarios extendidos. Estoy en el paraíso. Aborrezco el letrero de la estación. Letras góticas. Lagos contigo. Al lado una fotografía retocada. Un presidente de boca hinchada a punto de convertirse en un calvo sin retorno. Más abajo, la última del candidato. Crecer con igualdad. ¿Qué es eso?, pregunta una vieja cartonera. Mierda politiquera, replica el del aseo. No le creo al mentiroso. Lagos que nos caga. Mi voto vale hongo. A nadie le interesa. Todos debemos morir algún día. Todos menos yo.
El Metro que se dibuja en el túnel. Un carro lleno de mujeres. Viva Chile. Que se mueran los canallas. Metan presos a esa tropa de ladrones, grita el santo padre desde Pisagua. Lagos aún sonríe con esa mueca sarcástica. Que se mueran otra vez, insisto. El jarrón aún no aparece. Ese hombre no sabe nada. Ese hombre se está haciendo el huevón.
Lo mío es otra cosa. Lo mío va por el intento de preservación de la especie. Lo mío camina por el instinto de reproducción. En la dura. Busco un par de minas con intenciones. Proyectos macabros crecen en mi mente. Minas en el frente. Les meto la mirada de puto internacional. La sienten. Ellas me devuelven la ojeada. Videamos juntos. Sexo virtual. Sonrisas abajo del Metro. Risitas de despedida. Una seña en el adiós. Dolor adentro de mis pantalones. Las llaves muelen mis bolas. Sufro. Transpiro. Malestar intenso. Meto mi mano y desmadejo las pelotas en el calzoncillo. Alivio testicular. Pienso la alternativa. Compraré otros. Unos más sueltos. Que sé yo. Un Bóxer hamaqueador de pelotas. Quizá. Sería lo más adecuado. Aunque inconveniente para un cazador furtivo.
Calles y más calles. Hoyos y más hoyos en las calzadas de Santiago. Respiro smog. Trago alquitrán. Chuchoneo al medio ambiente. Alcalde de papel. Gobierno exorcizado. Casas en trencitos de Hucke. Gente hacinada. Odio al ministro de vivienda. Pienso en un mundo mágico. No más cajas de fósforos, le grita un constructor civil desde Alto Hospicio. Un cigarrillo se me cuela por la boca.
Letrero luminoso a punto de matar unos cuantos. Una leyenda que invita. Casa de Masajes de la doctora XXX Lyon. Una puta con nombre de avenida. Las tres equis van por el anonimato. Lo de Lyon va por lo de leona insaciable. Digo lo que no quiero. Santiago se me desploma en la piel. Son miles haciendo colas para su postulación. Santiago me hace vomitar. Que hueá. Vomito. No hay caso. Intestinos afuera. Aceras hecha mierda. Reniego esta ciudad del anticristo. El sol se muere. Nadie escucha. Cuidado, cruce peligroso. Evangélicos en el sermón. Hay que estar alerta. El mundo se viene abajo en cualquier momento. Discursos inútiles. La salvación está allí. Con ellos. Me interesa menos de lo que parece. Dios me observa. ¿Me amará algún día? Por lo que es hoy, no me parece. Yo le extraño. Es necesaria una existencia así. Me cuesta creer. Algún día.
Letreros y más letreros. Ofertas. Liquidación. Ellos compran. Que otra cosa cabe. Mi gel deja sus efectos neuronales. Aspiro. Me repongo de la empolvada. Sigo embalado calle abajo. Estoy acostumbrado. Mi nariz sangra. Adrenalina al máximo. Venas llenas de narcóticos. Ojos de drogo. Postura de encabronado. Mañana la resaca me matará. Ya lo dije. Vivo la víspera. El mañana no existe.
Necesito una mina. Digo desconsolado. Pero una mina para el crimen, agrego con angustia. Una mujer malvada. Que me saque las tripas, que me destroce el alma. Repito mi historia. Un local en la visión. Pienso en el cartel de entrada. Toppless Morbos. Te esperamos. Serán saciados todos tus bajos instintos. Morbos, dice el cartel. Nombre maldito. Minas en la entrada. Huelo el perfume de puta callejera. Minas que descubren mis bolsillos. Ojos al acecho. Manos que se mueven. Perros que aúllan. Es una larga noche. Un cohete viajando al ciber espacio. Estoy decidido. Atravieso la frontera de la quinta dimensión.
-- Tenemos cuarenta minas buenas pa’la goma--, dice el cabrón del acceso.
-- ¿Verdaderas artistas del Rosen y de buena presencia? --, replico.
Hay algo en el ambiente que me impide creerle. No le creo. Cigarrillo en la boca.
-- Estas son educadas monsieur. No son iguales a las otras de Morandé --, repite.
-- Nada más me interesan los culos impresionantes --, sentencio.
-- Eso no es ningún problema --, agrega el cuidador de las lobas.
-- Tus minas se desvisten solitas y no piden propinas --
-- Usted es sordo o me quiere huevear --, grita el que se viste de payaso.
-- Hey cabrón, no quiero cuentos tétricos, ni huevonas lloronas que me enreden la salida --, hablo sin muecas. No hay tripas afuera. Pose de cabrón malo. Manos en la cintura. Ojos de carnicero. Ese soy yo.
-- Váyase a la chucha su huevón complicado --, grita en media cuadra.
-- Solo putas ordinarias tenís conchetumadre --. Contradigo.
-- Así que querís guerra. Otro pelotudo más --, dice con el chiflido de auxilio.
Horizonte macabro. Una docena de criminales. Respiro. Un nuevo papelillo. Aletas de la nariz abiertas. Sangre en revolución. Ahora escapo. Otro cigarrillo. Otros humos. Pulmones calientes. Lengua insensible. Un par de pasos más. Otro letrero. Calígula, el del caballo erótico. Cinco patas en el animal. No hay minas afuera. Tampoco un cabrón en el acceso. Otro cartel lleno de dibujos freak. Espectáculo único, llegado recién de Europa. Mujeres por todas partes. Acá usted no se aburrirá. Entre, sin temor. Música al fondo del pasillo. Aún no veo minas. Aún me vienen las ganas de volar de aquí. Un puto se acerca. Trae chaqueta de zorra californiana. Es un negro del tío Tom. Un hijo de Satanás desenterrado en un cementerio de Nueva Orleáns. Hocico grueso y sobresaliente. Salivas en el hablar. Espejuelos de alcahuete.
-- Busca entretención, señor --, pregunta el negro meneando su jeta gruesa. Se las da de amable el muy puto.
Silencio en la órbita. No hablo. Una pitada de cigarrillo. Humos a estribor. Estamos en órbita.
-- Amigo, le informo el menú: En caso que busque minas exquisitas, tenemos unos cueros importados, peludas de sabrosas las comadres. Cero complicaciones para el nene --
Silencio mayúsculo. Fumo sin más. Una condena. No muevo la cabeza. No quiero hablar. Asqueo el lugar. El negro sigue con su historia. El negro brilla. Ojos y hocico es el negro. Ahora gesticula. Mohamed Alí es su ídolo.
-- Si nos vamos por Detroit, le tenemos unos putos recién llegados de Namibia. Entre treinta y cuarenta centímetros de pichula de lo más negra que haya visto. Estos negros mean a dos metros del urinario. Un par de periodistas de la televisión vinieron a visitarlos y aún no se pueden sentar frente a las cámaras.--
Risas y más frío en las orejas. Otra pitada. Papelillo abierto. Polvo en el aire. Quiero guerra total. Pupilas dilatadas. Estoy vivo otra vez.
-- Ahora si me viene con el cuento de ser ambidiestro en lo de las inclinaciones sexuales, le tengo otro menú: Le ofrezco una pareja de huevones degenerados que harán palidecer sus membranas del asombro. Se hacen llamar “Puñales dorados”, por lo del afilamiento en ambos costados de la cancha. Lo de dorado es por lo caro del servicio.--
Me aburre la conversación. Respiro poco. Otro cigarrillo que enciendo. Siento ganas de patear al desgraciado. Fósforo ardiendo. Una chupada en la punta. Aspiro el humo. Calor de muertos. ¿Dónde están las minas? Canta Mick Jaegger pese a sus sesenta y tantos. Alguien grita en el fondo. Otro ladrillo en la pared.
-- Putas que es callado usted mister --
-- Busco minas calientes y funde catres --, respondo.
-- Putas, si hubiese hablado antes. Me tenía asustado. Pensé en otro maricón en la ronda --, dice con sorna. Le meto una de las miradas asesinas. El negro hocico de payaso retrocede. Ve mi arsenal que escondo bajo la chaqueta. Revolver cuarenta y cinco oscilando. Balas de titanio. Nada de plomo. El tatuaje en mi frente le intimida. Le maté trescientas neuronas africanas.
Entro. Pasillo interminable. Colores de la carne. Brillos artificiales. Ninguna mina. Respiro marihuana. Un portal inmenso. Dos perillas cabronas. Un citófono. Una voz que habla. La mierda de cahuín.
-- Que entre el nuevo socio --, dice la voz desde el infierno.
-- Me imagino que no será poli –
-- No, jefe. Este socio es de los nuestros --, responde el negro jetón.
La puerta abierta. Luces estroboscópicas. Mis ojos sufren. Música de la puta madre. Por fin veo minas. Es un lugar lleno de minas. Se acerca la más alta. Llama la atención con su estatura. La miro. Le meto mis ojos de sádico lleno de ácido. Ella se hace la intimidada. Es una santa madona de un metro ochenta.
Unos manotazos en la espalda. La palma del africano hace su trabajo. La están dando, soy el huevón nuevo. Entramos en confianza.
-- Saca la mano de mi espalda negro conchetumadre --. El negro ya no ríe. Ahora tiembla. Traga eso de irse a la cuna de su existencia. Escucho una réplica llena de chuchadas. Es el negro impotente que recuerda a su Missisipi en llamas.
-- Tome asiento, que le atendemos enseguida. –, dice otra voz del infierno.
La música continúa. El aroma a Paco Rabanne ronda los escondrijos. Medias elasticadas. Faldas cortas. Labios pintados. Putas de temer. Un trago en mi mesa. Guerrilleras expertas en el cuerpo a cuerpo. Menean el trasero. Lo saben menear. Se sacuden los trapos. Cindy, Carola, Maitén. Tres hienas al acecho. Un dedo las saca del lugar. Un enano obeso anuncia. El espectáculo viene. Espérenos cinco minutos repite el calvo de los tragos. Europa bailará en el escenario. Un par de litros de cerveza se acumularon en el depósito. Me duele la vejiga. Tengo ganas de mear. No aguanto más. Me levanto. Camino. Un letrero luminoso intenta permanecer encendido. Caballeros, dice el cartel. Empujo la puerta. Adentro ya. Una visión extraña. Un par mocetones se están dando duro encima de los lavatorios. Mariconeo sabático. Siguen en lo suyo. No me toman en cuenta. Lenguas enredadas. No existo para el dúo dinámico. El letrero no es acertado. Estos no son caballeros. Una pareja de mariposas sueltas. Me equivoqué de lugar. Urinario blanco. Saco mi verga. Unos segundos de espera. El chorro que viene. Descanso en el desagüe final. Sacudo. Alguien observa. Giro mi cabeza. Es la pareja que mira mi pedazo. Hicieron un descanso. Uno saca su lengua. La pasa por el contorno de su boca. Luego me tira un beso en el aire. Risas y cuchicheos en el rincón gay. Luces negras.
-- ¿Guapo, quieres participar? --, pregunta el más depra.
-- Muéranse maricones de mierda. -- Digo. El par ríe como las locas que son. Cierre arriba. Mortero guardado. Salgo por fin. Me ahoga tanta cocaína en el pasillo. Busco mi asiento. El trago ha desaparecido. Un ladrón en el lugar. Reclamo. Otro trago por cuenta de la casa.
-- ¿Este es un club para hombres con la pichula en su lugar o entra cualquier huevón de los más maracos que hay en el país? --, pregunto al de los mandados.
-- Me parece que no leyó bien el anuncio en la entrada mi señor --, responde un gorila de dos metros.
-- Entrada libre, sin discriminación, reza el cartel. Así que nada de reclamos por favor. La cancha está rayada para los socios – reitera con cara de enemigo. Chetumadre. Repito. Maracos al ataque. Debo cuidarme.
Me trago el vaso. Tom Collins entrando. Garganta absorbiendo. Ya no quiero estar en un lugar así. Tom Collins en mi estómago. Alunizaje perfecto. Cambio y fuera. Mareos por venir. Ácidos trabajando en el interior. Una mina a mi lado. Recién la vengo a atender. Es la mina del metro ochenta. Tetas enormes. Culo redondo. En fin. Un trasero raro. Agrega un perfume francés en su largo cuello. La miro. Me mira. Sonríe. Me acerco. Se acerca. Chocamos con las piernas. Ríe como huevona que es. Esquivo la réplica. Ríe otra vez. Huevona atarantada. Pienso. Pide un trago. Le concedo un Campari. Un boludo vestido de pingüino lo trae. Trago en la mano. Plata en la bandeja. Son cinco lucas nomás. Mina en picada. Trago falso. Jugos Caricia. Pago en un rato más. No se preocupe profesor. Don’t worry. Be happy.
-- Por si quieres saberlo. Me llamo Karla, con K de kaliente --, asegura con el perfume saliéndole por los poros. Dudo. Mis instintos se sublevan. Luces amarillas. Miro sus manos. Son grandes. Dedos gruesos. Mucha depilación. Precaución, peligro en la vía láctea. Consulte cualquier duda en informaciones.
-- La verdad, que no me interesa.--, digo con ganas de meterle mis manos ya. Las incertidumbres persisten. Ya no quiero meter mano. Amaino. Estoy perplejo.
-- Una pregunta. --, reincido. Mina que mira. Desconcertada. Expectante.
-- Dime cariño, soy toda oídos --. Ella espera. La duda persiste. Manos en espera.
-- Por casualidad no eres un maricón vestido de mujer. Mira que en el baño encontré un par de temer --, pregunto con otras intenciones. Se ofende. Saca un pañuelo. Intenta convencerme que llora. Teatro callejero. Que soy un maldito abusivo. Ella es una mina de verdad. Lo dice acongojada. Una verdadera dama. Repite su rosario. Se incorpora. Levanta su corta falda y me enseña su coño peludo. Es lo que alcanzo a distinguir. Luego las tetas. El culo no. Dice con emoción. El culo no. Que eso tiene dueño. Es un tesoro para su pareja.
-- Eres una mujer de verdad – le asevero. Soy condescendiente. Pero no creo lo que estoy diciendo. Sé que la verdad va por otro lado. Otra pregunta. Otra suspicacia que mata. Nadie me puede salvar. Sé que me sacarán a patadas de allí. Tiro mi interpelación. A la chucha toda la cancillería. Soledad Alvear que se pierda en Irak. Esto no va a resultar. Mal pronóstico. Humos al norte.
-- ¿No eres de esos maricones operados?, mira que en noches así pasan colados los muy pervertidos --.
Sé que no hay caso. Esta mina grita. Está llamando. Alerta, explosión inminente. Tiemblo yo ahora. Dos gorilas en la ronda. Creo ver un bate de béisbol en las manos. Un pelotudo con cara de enfermo. Houston, tenemos un problema. Deterioros en la nave. Ambiente hostil. Marcianos al ataque. La orden del día: Maten al loco. Mamá sálvame del monstruo. Mina histérica. Estoy a merced.
-- ¿Qué mierda le está insinuando a la señorita? --, pregunta el de las ligas mayores. No hay respuesta. Insiste. Muestra sus dedos de enfierrador.
-- ¿Le molesta algo de la señorita que gentilmente le mandamos?--, consulta con los ojos llenos de sangre. Tampoco tengo respuesta. El miedo se acaba. Un brillo perverso crece en mis ojos. Crimen suburbano en gestación. Un criminal en potencia me está mirando. Un huracán de cinco megatones en los ojos. Atisbo un crimen de la puta madre. El gorila es un asesino en serie. No va conmigo. Me cago en el piano.
-- Para mí tú no existes cabrón --, le digo. El interrogatorio persiste. Juego de ajedrez. Peón al ataque. Alfil defendiéndose. El rey se pega un salto con la reina. Cae una torre. Dos caballos al ataque.
-- Responde ahora, puto mala clase. Esta mina, es mi mina. No voy a aceptar que un pendejo lleno de cueros me la venga a insultar. ¿Entendiste conchudo? ¿Por casualidad leíste el cartel de entrada? --, dice, luego resuella su impotencia.
Recuerdos en primera instancia. El tesoro de la metro ochenta se lo sirve el gorila lleno de anillos de oro. Un culo raro para el gorila. No retrocedo. Me obliga a contestar. Vacilo. Tengo las palabras. Respondo. No respondo. Salen vocablos al aire. Chúpate esta. La verdad aunque duela, es necesaria.
-- Alguien me quiere meter un maricón por una mina de verdad. No existen minas tan grandes ni tan manotudas como ésta. Cacha la espaldita que tiene. Revisa bien el catálogo, que me está pareciendo que te cagaron viejo. En una de esas, esta mina le mete la goma a cualquier huevón que se le quede dormido –
Simio asimilando el golpe. Mono pestañeando a mil. Insiste con lo de su mujer de silicona. Porfía el muy bravucón.
-- Debe usted entender que estas mujeres fueron seleccionadas por un bailarín del Conservatorio de la Municipalidad de Santiago. Luciano Lassalle dio su opinión final antes de morirse de sida. Esta es una mina de verdad --, reitera con un golpe en mis hombros.
-- Mira gorila conchetumadre. No pesco maracos ni boludos impotentes como vos por muy bailarines de ballet que sean. Ahora déjame en paz. Termina el teatro. Quiero ver el espectáculo que trajiste de Europa ¿Ya? Métete tu mina por el culo que yo no la pesco, ni le pago el trago --
-- ¿No le vas a pagar el trago a la dama? --, me grita en la cara el compañero de Tarzán.
-- No le pago tragos a maracos operados ni a ningún hijo de puta que se le parezca. ¿Te queda claro King Kong? –
-- Conque no le va a pagar el trago a la señorita. Nunca te enseñaron buenos modales pendejo mal nacido. Estás en un lío. No te salvas de esta --
El simio sintió el misil. Eso duele. Peluda la cosa, dijo. Peluda ¿No?
-- Tenemos dos maneras de hacer pagar las cuentas monsieur. Una es sin dolor. Es obvio el sistema ¿no? La segunda ni te la imaginas conchudo. Ni te la imaginas --, dice con el éxtasis en los ojos.
No lo pesco. Le tiro el humo de mi cigarrillo en la cara. Silencio. Retrocede. Llama a los otros. Una reunión de gorilas. Esperan el grito. Kigara Bundolo. Simios al ataque. Chimpancés fumando. La flaca de las manazas continúa mirándome con cara de ofendida. Sonrío. El gerente cruza el lugar. Frases al oído. Contubernio con el australopitecus. El bate de béisbol oscila entre la concurrencia. No me urjo. Sé de estas escaramuzas. Conozco estos putos ambientes. Gerente que grita. Gerente que fuma. Espectáculo por comenzar. La flaca aspira su Viceroy. Quiere sangre. Me odia. Sáquenla de aquí. Empolva su nariz gruesa. Mick Jaegger canta en la tercera edad. Grita su dolor el muy cabrón. El enano de la panza prominente en el escenario. Gerente que apura la causa. Silencio. ¿Qué hacemos papi? ¿Matamos al desgraciado? ¿Lo tiramos al fondo del río?, puta, decídase que no aguanto más. Por fin habla el mono mayor. No es para tanto. Asegura. Un par de patadas por las bolas después del espectáculo. Nada más. No quiero problemas mayores. Dice casi convencido. Nada más. Podría ser poli. Repiten todos. Miren su revolver. Mueven sus gruesas cabezas. El blanco: bolsillo interno de mi chaqueta. Es un revolver. Dicen. No saben. Yo sí lo sé. Espectáculo traído de Europa en el escenario. Todos a sus lugares. Minas Blancas por el escenario. Culos importados de Francia. Prostitutas de sangre azul. Anuncios pantagruélicos. El calvo se excita. Un trago para mí por cuenta de la casa. Que cagada. No lo tomo. La huevá tiene algo que burbujea en el fondo. Gorilas en el mariconeo. No saben. Lo tiro al piso. Nadie se entera. Escupo arsénico. El escenario se ilumina. Arriba de las tablas: Michael y Yorka, la trapecista. Saludos a la honorable concurrencia. Una pitada a mi cigarrillo. Pulmones calientes otra vez. Ojos que saben mirar. Luces que huevean en la intermitencia. Por fin Michael y Yorka se mueven. Nombres peludos. Me suenan a falsos. Estos son indios teñidos. Pienso en la estafa. Aguzo la mirada. El trapecio en el piso. Anuncian desde la platea. Michael baila, Yorka lo observa acostada en una colchoneta. Michael le mete una embestida. Yorka se mueve. Exhibe su trasero redondo. Michael muestra el suyo. Luego se juntan en la colchoneta. Michael tiene los ojos pintados, Yorka no. Michael tiene pinta de puto televisivo. Yorka una cabrona del barrio Bellavista. Ella se saca la faldita. Muestra sus tetas sicodélicas. Tetas producidas en el camarín. Michael se estimula. Se nota. Miente en la calentura. Michael quiere levantar su pinga. Yorka le mete la mano. Mira al público. El público la mira también. Sacude esa masa de carne. Tres docenas de tiritones. Yorka tiene hambre. Michael pone cara de bruto en celo. Levanta sus cejas pintadas. Yorka le mira su pinga amazónica. Se sonroja. Michael toma la cabeza de Yorka y la lleva hasta su salame. Yorka logra lo que quiere Michael. La pone dura. La pone tiesa. Cambio de luces. Se estira. Se alarga. Es una barra ahora. Otro cambio de luces. El público se asombra. Putas el huevón superdotado, gritan todos. El público no lo puede creer. Sobresaltos en la platea. Fumo una vez más. Michael se levanta con sus cuarenta centímetros de herramienta oscilante. Yorka baila. Yorka no será capaz. Dicen los de atrás. No será capaz de qué. Pienso. No se tragará ni la mitad. Yorka no acepta sugerencias. Michael reincorporado muestra su indumentaria. Michael es un monstruo llegado del espacio. Un marciano pichulón. Michael se sube a una silla. Pasa su verga por encima de Yorka. Ella se agacha. Un par de cordeles. Un par de amarras. Ataduras en el miembro de Michael. Dos cordeles cuelgan de esa culebra marciana llena de venas hinchadas. Una tabla en los extremos. Un asiento pendular. Un columpio atado a esa verga. Yorka que se sube. Yorka que se balancea en esa mole de carne. Aplausos del respetable. Michael soporta el peso. Son duros esfuerzos. Michael no aguanta. Transpira. Pide auxilio. Yorka se baja. Yorka le ayuda. Tiembla. Desenreda el cordel. Michael está viejo, dicen los de atrás. Búscate otra guaraca. Repiten los de la barra. Yorka saca su sombrero y pide la recompensa. Michael sale en una camilla. Imbécil. Digo. Un imbécil con guaraca muerta. Aplausos piden. Nadie hace caso al gordinflón pedigüeño. Una verga extinta. Silencio en el escenario. Un funeral sorpresivo. Un muerto sin ojos. Otra mujer a mi lado. Quiero estar solo. Le digo. Manos temblorosas. Otra mujer que se levanta. Se va. Alguien que mira en la oscuridad. El espectáculo debe seguir. Preparándose el filósofo Kimba y Sussy, la aprendiz. Otro numerito sacado de los cuentos de la Cripta. El último sorbo del trago. Me levanto. Esta huevá me aburrió. Digo. Camino. Noche larga. Pasillo largo. Luces que se apagan. Estrellas muertas. Aroma intenso. Marihuana en mis narices. Una mano en mis hombros. Son cinco dedos de Jamón. Uñas de cafiche. Una voz de ultratumba. Una sentencia. Me tiran de las mechas. Me arrastran en el sendero. Me patean en los riñones. Son tres los gorilas concertados. Una mujer se da su tiempo. El del saco ajustado ríe. Sus salivas me retuercen. Golpes en las costillas. La mujer chilla que me maten. Está loca. Es alta. Tiene anillos en todos sus dedos. Aros de bruja africana.
-- Hemos venido a cobrarte la cuenta cabrón. Te lo dije. Nadie se va sin pagar --, grita el de las manos de enfierrador. El gigantón me tiene ganas. Me va a matar. Está encima. Me ahoga. Alguien mete su mano en mis bolsillos. Mi chaqueta cede. Sacan todo lo que se les ocurre. Ríen. Cuentan. Son Ochenta mil. Una ensalada más de patadas y puñetes por la cabeza. Que rico es patear a los huevones que no quieren pagar, gritan a coro. ¿Cuándo te dai otra vueltecita por El Calígula?. Luego cantan mientras patean mi chaqueta de cuero. A lo lejos alguien grita.
-- Tiene un revolver escondido, tiene un revolver --
Reunión colectiva. El arma en poder del enemigo. Gorilas en discusión, luego las risas. Luego el vendaval.
-- Esta huevá es un revolver de juguete --, dice el simio de dos metros al momento de meter el cañón en mi boca.
-- Conque dándotelas de puto malo, cabrón. No te alcanzaba ni para jilguero. Esta huevá es de mentira. Muéstrame, donde está el titanio. ¿Dónde? --
Más risas en el horizonte. ¿Qué hacemos?, dicen a coro. Nada simpático. Se aburren. Esto no da para más. Al rato se van reventando los balazos de fogueo. Recuerdo a mi vieja. Tenía un revolver espanta gatos.
Una larga sombra que se acerca. Quiere hablar también. Inicia su participación con el taco de su zapato brujo en mis costillas. Tira de mi cabellera. Me arrastra otro poco. Sacude mis entrañas. Me araña el rostro. No sabe que hacer.
-- Sufre ahora desgraciado. Me insultaste. Estoy dolida. Eso nadie me lo había hecho antes. Ninguna muestra de desprecio --, sentencia la mina del metro ochenta. Aros tintineando. Boca embetunada con lápiz labial.
La voz es la misma. El porte es igual. Las manos son robustas. El mentón es cuadrado ahora. Los afeites escasos. Zapatos en punta. Puñetes en la nariz. Anillos con calaveras. Duele el tabique. Esto duele. Grito. Nadie al auxilio. Me agarran. Vuelo por el aire. Un viaje hasta los tarros de la basura. Estoy en la calle. Sangre en todos lados. Sangre en mis ojos. Dos dientes menos. Un corte en la sien. Intento levantar mis huesos. Cuesta. Difícil la operación. Alguien se acerca. Otra vez la visita. Metro ochenta a mi lado. Encima de mí. Me observa. Me acosa. Saborea la golpiza. Sonríe. Siembra satisfacción. Metro ochenta tiene un nombre. Se llama Karla con K.
-- ¿Tenías dudas, huevón busca pleitos? Mira lo que tengo colgando. Míralo bien. Que no se te olvide nunca —, asegura la mina con voz de hombre mientras muestra una verga reseca. Metro ochenta con una sorpresa. Houston encontramos marcianos. Houston, estos marcianos son agresivos. Esperamos instrucciones.
-- Yo soy una experta en esconder apéndices indeseables, cariño. Pura técnica de transexual, de un profesional. Un estirón debajo del culo y se pierde el gusanito molestoso. Incomoda un poco la huevá pero a veces me sirve el truco --, asegura con sus bolas colgando la que fuera una cabrona de compañía en lo dentro del Calígula.
-- ¿Cómo descubriste que yo no era una mujer a cabalidad? Dímelo ya, que me tienes en la incertidumbre total. No sabes que demoré unas tres horas en convertirme en una doncella de cuento. Una Barbie latinoamericana. Me cagaste la noche con tus opiniones fuera de lugar. —. Dos patadas más en mis costillas. Debo contestarle al engendro lunático. Está obsesionado en la pateadura. Me tiene ganas. Contesto su pregunta.
-- Fue el aroma el que te dejó en evidencia, engendro de marica. El maldito perfume de maricón decadente que te pones debajo de los sobacos. Los hombres siempre serán hediondos por muy fletos que sean. Las ganas jamás te convertirán en mujer. No tienes salvación, naciste con un pito entre las piernas y no puedes sacártelo de ese lugar. Morirás así, maricón repugnante –
-- Mira cariño. Solo tres días más y un cirujano llegado desde Brasil, sacará de mi cuerpito toda la carne que está sobrando, bolas incluidas y cuarenta inyecciones de hormonas clonadas a la Cámeron Diaz. Las tetas ya las he seleccionado. Implantes de silicona cariño. Silicona importada. Hasta yo me excitaré al verme frente a un espejo. Odio esta condición de macho que no merezco. No sabes el dolor cariño. Quiero ser una mujer hasta por el culo — Otra patada en mis espaldas. Me retuerzo. Tengo ganas de levantarme. No puedo. Sufro. Sangro.
-- Esa va por comportarte tan mal con una dama. Debes tratar bien a las mujeres como yo --
-- Muérete maricón del demonio. Púdrete en el infierno –
Grito con pocas ganas. La que fuera mujer, se levanta la falda. Saca su desperdicio y me tira su meada sin asco. Risas. Llantos. El frío que viene. El viento silbando. Vomito. Tripas en el piso. Cierro mis ojos. Me las van a pagar los muy cabrones. Grito. No me queda más que gritar.
-- Malditos hijos de puta. La peste se encargará de ustedes --, digo. Reniego. Maldigo toda su familia de fletos. La puta no era eso, dice una sombra. Se van. Sombras que desaparecen. A mi lado descansa un bate de béisbol. Un madero diferente. Un bate que se parece a lo de Michael. Lo acerco. Lo miro. Una punta esculpida de un glande de goma. Ese no es un bate de béisbol. Pinga de madera. Testículos tallados. Los cordeles del columpio están en el otro lado de la basura. No tiene caso. No es posible soportar tanto engaño. Michael pasa a mi lado. Me mira. Sonríe. Yorka entra al baño de caballeros. Se tira una meada parada. Luego sacude. Michael sigue su camino. Michael se detiene. Me toma de la cabeza casi con compasión.
-- Eso te pasa por mala sangre. A los colas hay que respetarles --, dice con sus manos femeninas afirmando un moño de mujer. Viste faldas ahora. Cartera bajo el brazo. Lápiz labial en su boca de artista circense. Error en el lanzamiento Houston.
-- Nunca entres a un local lleno de sorpresas mi amor--, dice Michael mientras menea su trasero gordo. En el baño de caballeros Yorka vuelve a sacudir su instrumento sin ningún miramiento. Todos se van. Todos se olvidan. Estoy solo otra vez. No quiero moverme. Miedo. Terror. Quiero dormir. Un sueño largo. Una pesadilla sabática. Calígula se divierte en el infierno. Detrás de la sangre veo el horizonte. Ninguna mina. Ninguna.